San Luis Gonzaga es el protector de los jóvenes porque sin duda fue un gran testimonio para la juventud en aquel entonces y lo sigue siendo para la juventud actual. Por eso tantas escuelas y colegios católicos llevan su nombre.
Este jovencito que murió a los 23 años habría podido ser una persona de la nobleza, un marqués, pero esa vida no lo llenaba.
Había comprendido desde su corta edad que lo esperaba una "vida mejor", más completa, conforme al designio divino.
Lo terreno era poco y llegar a Dios lo era todo
Luis Gonzaga pertenecía a esas almas escogidas en las que Dios derrama gracias y dones en sobreabundancia para mantenerlas inocentes.
Y gracias a su inocencia alcanzó aquel grado de santidad elevado que solo puede dar la pureza, pureza de alma y cuerpo, pureza de niño.
En el año 1591, año de su muerte, Roma estaba acechada por una de las grandes pestes históricas.
Luis se encontraba en el Colegio Romano, con la Compañía de Jesús, para cumplir su gran deseo de ser sacerdote.
Cuando vio a un contagiado tirado en la calle vio al mismo Jesucristo, lo alzó en sus hombros y lo llevó al hospital. Este gran gesto de amor y servicio al prójimo fue el último, porque se contagió de la peste.
Pasó sus últimos días agonizando allí en seminario, e indicó a su rector y compañeros cuándo sería el momento de su muerte.
"Moriré esta noche"
Así fue su muerte en santidad:
Padres y novicios de todas las casas, al enterarse de la predicción de su muerte, se apresuraron a despedirse, encomendarse a sus oraciones y pedir su último consejo.
La enfermedad había socavado la salud de su cuerpo, pero su alma crecía en santidad con cada momento que pasaba. Así, escuchaba a todos con cariño, prometiendo recordarlos una vez que subiera al Cielo.
Cuando llegó la noche, el Padre Rector, al ver que Luis todavía hablaba con facilidad, concluyó que no moriría esa noche y ordenó a los hermanos que se fueran a dormir.
En la sala sólo quedaban dos sacerdotes para socorrer al enfermo, además de su confesor, san Roberto Bellarmino.
Luis no ocultó su profunda alegría: ¡ir al Cielo, unirse definitivamente con Dios era lo que más había deseado durante su corta vida!
Después de algún tiempo, le dijo al confesor:
- Padre, puede hacer la oración fúnebre.
El sacerdote lo hizo de inmediato, con mucha participación y devoción. Sereno, tranquilo y confiado, Luis esperó el momento supremo, que no se hizo esperar: hacia las ocho de la noche, con los ojos fijos en el crucifijo que sostenía en sus manos, entró serenamente en los terribles dolores de la agonía. Ningún gemido salió de sus labios, su mirada no se apartó ni un instante de Aquel que había sufrido tanto por nosotros en la Cruz. Al pronunciar el Santísimo Nombre de Jesús, entregó su alma a Dios en completa paz.
Sus reliquias se encuentran en la Basílica de san Ignacio, al lado del Colegio Romano donde murió.
Hoy podemos deleitarnos también nosotros por su pureza, su santidad y su sabiduría, con doce de sus frases célebres: