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La presencia que avanza el cielo

modlitwa nad jeziorem o zachodzie słońca

Stas Tolstnev | Shutterstock

Carlos Padilla Esteban - publicado el 20/06/22

Hay injusticias y pecados, fracasos y dolores pero la última palabra la tiene la misericordia de Dios

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Jesús se hace carne. Toma mi cuerpo, mi vida, mis dolores y límites.Dios se vuelve impotente como yo asumiendo mi humanidad. Lo hace por amor.

Se pone a la altura de mis ojos, a la altura de mi cruz. Y yo me siento desconcertado.

He querido poner a Dios muy lejos, muy distante. Para justificarme. Nadie puede alcanzar las alturas. Nadie es todopoderoso. Nadie puede no pecar. Nadie puede salvarse.

Pero Dios ha visto mi indigencia y ha querido vivir mi misma vida, mis mismos sueños, mis mismos fracasos.

Alguien que me ama como soy

En mi humanidad Jesús ha llevado la vida al más extremo de los fracasos. Olvidado, odiado, perseguido.

Han deseado su mal cuando Él sólo deseó el bien de todos. El límite humano no fue un obstáculo para Él.

Podía hacerlo todo bien porque me amaba en mi pobreza. Yo necesito que alguien me ame como soy, en el peor momento de mi vida, cuando no merezco el amor, cuando tal vez merezco el rechazo y ser abandonado.

En esos momentos es cuando más necesito que me apoyen, me sonrían, me abracen y, sobre todo, me ayuden a levantarme del barro y a creer en mí mismo.

Así puedo salir de donde me encuentro. Puedo cambiar y ser mejor si alguien cree en mí.

Ese es Jesús que me mira a los ojos y me dice que mi vida es preciosa. Lo hace desde su carne limitada como la mía en todo menos en el pecado.

Un Dios desconcertante

Yo miro a Jesús en su carne, en su humanidad y no acabo de creer. Porque ese Dios impotente y limitado me rompe, me desconcierta, me irrita, me frustra.

Busco a un Dios todopoderoso, no a un Dios hecho hombre como yo. Pero hoy quiere Jesús que me revista de su humanidad para poder ser salvado:

«Los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo os habéis revestido de Cristo. Ya no hay distinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos sois uno en Cristo Jesús. Y, si sois de Cristo, sois descendencia de Abrahán y herederos de la promesa».

En la carne de Cristo la paz

Me he vuelto uno con Cristo. Soy de su misma carne y sangre. He sido revestido de Cristo, de su poder y su impotencia, de su humanidad y divinidad.

Ya no hay distinciones porque en su carne todos somos iguales. Me da paz ese Jesús humano que mira con mis ojos, habla con mi voz, abraza con mis manos.

Él me lo recuerda:

«Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: – Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía. Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva».

Eucaristía

EUCHARIST

Se ha quedado por amor. Y yo cada día me dejo hacer por Dios para que su Cuerpo y su Sangre se hagan presentes sobre el altar.

No dudo. Tengo fe en el poder del Espíritu Santo que hace siempre el mismo milagro. Para que no dude, no desconfíe y crea que Jesús sigue viviendo en mi carne para recordarme que soy ciudadano del cielo.

Pero al mismo tiempo no puedo huir de la tierra. Pertenezco al mundo que tiene que ser redimido.

Nada de lo humano le es ajeno a Dios. No me salvo solo, no llego al cielo solo con mi espíritu, con mi alma. Llegaré con mi cuerpo glorioso como el de Jesús.

Su presencia física sobre el altar acerca el cielo, acerca la misericordia. Hace presente al amor que es capaz de sufrir y vivir el sacrificio por mí, para que no huya, para que no me aleje.

Presencia que da fuerzas

Jesús se derrama sobre mí para que tenga fuerzas. Por eso el viático me ayuda a caminar. Esa presencia real de Jesús me da fuerzas para no desfallecer.

No puedo dudar de su amor cuando renunció a todo, incluso a su propia vida, para que yo viva para siempre.

Se sometió al poder de la muerte para acabar venciéndola y así hacerme ver que el dolor de la muerte no tiene la última palabra en mi vida.

Destino: la vida eterna

Después de la muerte brota la vida. Después del fracaso viene la victoria final, la definitiva. Recobro la confianza al tocar a Jesús, al recibirlo en ese alimento que me salva.

En ese momento dejo de tener miedo. No estoy hecho para la muerte. Todo tiene un final, pero el final último y verdadero es la eternidad.

Hay injusticias y pecados, fracasos y dolores pero la última palabra la tiene la misericordia de Dios.

Hay muchas batallas, muchas guerras y en todas ellas vence el amor de Dios y reina su paz.

El amor nos busca y nos rescata

Jesús vino a hacerse uno de nosotros para que nosotros deseemos con más fuerza tocar el cielo, volar a las alturas.

La humanidad de Jesús es un misterio. Su pobreza engrandece mi vida y me hace anhelar una vida más plena.

Me arrodillo ante ese misterio que repiten mis manos sin que yo le dé su valor. Quiero seguir sorprendiéndome de ese amor infinito que abraza lo finito.

De ese amor humano que tiene raíz divina. De esa presencia en el tiempo que supera todo tiempo y todo espacio.

Jesús sostiene mis pasos

Quiero tocar a Jesús en su carne para abismarme en el cielo. Es el camino más seguro, la puerta más escondida.

No dudo de su amor y eso me da fuerzas para seguir amando. Si supiera amar yo como Jesús ama…

Si lograra renunciar a mí mismo venciendo el orgullo para entregarme por aquellos a los que amo. Si supiera dejar que su amor venza en mí y se imponga sobre todos mis odios…

Así es ese Jesús escondido que viene a decirme que no tenga miedo. Que con su fuerza me va a animar siempre y va a sostener mis pasos.

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