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Tomás de Aquino (1225-1274) fue un niño supremamente callado. Tan silencioso era, que sólo abría la boca para preguntarle a sus maestros: ¿qué es Dios?
Deduce Chesterton que seguramente no quedó satisfecho con lo que le contestaron, porque dedicó su vida entera a encontrar la respuesta. Y a consignarla en pergaminos, muchos pergaminos… ¡toneladas de pergaminos!, ya que “escribió libros en cantidad suficiente para hundir un barco”.
Calcule el lector que la sola Suma Teológica (su principal obra), en su versión original, ronda las tres mil páginas; pero no se intimide, porque se consiguen resúmenes muy buenos de quinientas páginas.
De familia aristocrática
Santo Tomás vino al mundo en medio de la realeza. Nació en el castillo de Rocasseca (Italia), sus padres eran los condes de Aquino y estaba emparentado con la crema y nata de la aristocracia europea del siglo XIII.
Su papá, el conde Landolfo, pronto vio que Tomás tenía vocación religiosa, entonces proyectó para él un futuro muy grande dentro de la Iglesia.
Fabulosos eran los planes que tenía para su inteligentísimo y callado hijo menor, pero Tomás lo iba a sorprender…
¡Pero qué locura es esa!
Estupefacto quedó el conde Landolfo, y toda la distinguida familia De Aquino, cuando les notificó que se había hecho fraile mendicante en la Orden de los Predicadores, es decir, los dominicos.
Sí, a sus diecinueve años se convirtió en un humilde fraile, de esos que en la Edad Media calzaban sandalias y pedían limosna en la calle.
Semejante decisión no fue recibida simplemente con un ¡Oh, que decepción! Fue todo un escándalo que Chesterton compara así: “era como si el primogénito de una noble familia viniera al hogar, e informara despreocupadamente que se había casado con una gitana” (Pág.48). Todos trataron de disuadirlo, pero él se mantuvo muy firme en su decisión.
Cuenta Chesterton que Tomás dejó muy claro que no quería ser abad, ni prior, ni superior, ni ocupar nunca ningún cargo de mando en su comunidad, solo quería ser fraile, ocupar el lugar más bajo.
Pero su familia padecía, porque para ellos era “como si Napoleón hubiera insistido en permanecer toda su vida un soldado raso”.
Rescatando a Tomás
La parentela hizo hasta lo imposible por salvarlo de lo que consideran un gravísimo error. Para ello, llegaron a situaciones extremas, como, por ejemplo, intentar que una cortesana lo tentara.
En otra ocasión, cuando viajaba en compañía de frailes dominicos, se aparecieron unos forajidos que raptaron a Tomás.
Dos de los maleantes resultaron ser sus propios hermanos, quienes lo llevaron de vuelta al castillo, le quitaron el hábito “…y lo encerraron en una torre como un lunático”. Allí estuvo varios meses, orando, leyendo y escribiendo hasta que pudo escapar.
Era el mejor cerebro de su tiempo
Finalmente, dejaron de perseguirlo, e ingresó a estudiar en la Universidad de París, donde sus compañeros lo apodaron “El buey mudo”, en razón a su corpulenta figura y silencio sepulcral.
Sin embargo, pronto quedaron asombrados ante su descomunal inteligencia.
Tomás amó apasionadamente su fe católica, y se dedicó a estudiarla, ponerle orden y defenderla en todos los escenarios; eso sí, siempre respetando a los adversarios.
Porque era “…ese tipo de hombre que odia odiar al prójimo; y ni siquiera se había acostumbrado a odiar las odiosas ideas de los otros” (Pág.126).
Su legado, llamado “Tomismo”, es monumental. Esta biografía destaca que fue él quien reconcilió la religión con la razón, demostrando que no hay oposición entre ellas, porque ambas son regalos provenientes de Dios.
Gran filósofo y uno de los más importantes teólogos de todos los tiempos, es pilar fundamental del pensamiento católico.
Sus enseñanzas son esenciales en la doctrina de la Iglesia, tan es así, que, si revisamos el Catecismo, encontraremos muchos temas donde se cita a santo Tomás.
Para Tomás, nadie era cabeza de chorlito
Un hombre tan sabio y famoso como Tomás de Aquino, recibía mucha correspondencia donde le consultaban sobre lo divino, y lo humano.
En una carta, alguien le preguntó: “¿Los nombres de todos los bienaventurados, están escritos en un pergamino y exhibido en el cielo?”. El santo respondió: “En cuanto puedo ver, no es esto así; pero no hace daño afirmarlo” (Pág. 113).
Esta anécdota revela mucho del ser humano al interior de este gran santo italiano. En primer lugar, vemos a un hombre humilde y generoso, que no desperdiciaba ninguna ocasión para servir al prójimo.
Además, al decir “No hace daño afirmarlo”; muestra la sensatez que lo caracterizó, y un corazón bondadoso que trataba a todos con guante de seda.
Chesterton, gran admirador de Tomás
Varias veces menciona G. K. Chesterton lo complejo que resulta el tratar de esbozar la figura de un personaje de la talla de santo Tomás, doctor de la Iglesia y patrono de todas la universidades y escuelas católicas.
Este libro contiene un relato hondo (con cierto nivel de exigencia), pero ameno, que da cuenta tanto de la grandeza intelectual del santo, como de su dimensión humana; aderezado con el ingenio y la erudición característicos de Chesterton.
Cerebro y corazón al servicio de la obra de Dios
Proponerse escribir semejante cantidad de páginas (se calcula son más de sesenta mil), es un reto impensable para cualquiera.
Ahora, escribir tanto, sobre temas tan complejos y hacerlo de la manera brillante como lo hizo, en el lapso de unos 25 años -ya que murió a los 49-, es sencillamente colosal.
Tomás de Aquino fue un hombre de gran contextura física, gran inteligencia, gran humildad, enorme paciencia, infinito amor al prójimo, y “obediente hasta en sueños”. En conclusión, cuando Dios pensó en Tomás, pensó en grande.
Esta biografía delinea a un hombre cuya inteligencia excepcional intimida; pero también, a un ser humano bellísimo, que lo entregó todo por amor a la Verdad… y la Verdad, colmó por completo su ser. La siguiente anécdota lo demuestra:
Estando en la iglesia de Santo Domingo en Nápoles, una voz salió de la imagen de Cristo y le dijo al fraile que había escrito muy bien; y le preguntó qué quería de recompensa por su esfuerzo. Tomás respondió, “Sólo tú Señor”.