No sólo es uno de los relatos más célebres y uno de los libros más vendidos y traducidos del mundo; sino que El Principito contiene la mirada espiritual de su autor, Antoine de Saint-Exupery, sobre el mundo y el ser humano.
Mirada trascendente, de religiosidad abierta, aunque el escritor fuera católico no practicante, que defiende una relación poética con la realidad enfrentada al pragmatismo materialista dominante.
Un pragmatismo que ya se dejaba ver en tiempos de Saint-Exupery, receloso de la vida moderna que venía de Estados Unidos, con su obsesión por los números, las cosas y el "tiempo es oro", pero que se ha agravado con el paso del tiempo, si cabe.
El espíritu de esa modernidad vacua está representado en el contable, que hace números sin parar, sin saber muy bien por qué; o incluso en el farolero, que, aunque tiene una misión noble, pues está al servicio de otros, la desempeña de forma mecánica y sin pensar.
Visto desde esta perspectiva, El Principito es, por encima de todo, una reivindicación del espíritu; y no por casualidad su frase más célebre es la que afirma que "lo esencial es invisible a los ojos".
El novelista no ocultó que ésta era su preocupación esencial en numerosos escritos. "¿Qué quedará de nuestra civilización, donde lo espiritual ha sido masacrado?", se pregunta en 1944, al año siguiente de publicar su célebre novela. "¿Qué quedará de nosotros si no sabemos alzar nuestro entusiasmo más allá de los monstruos de la mecánica, resultado del cerebro de nuestros ingenieros? Esta civilización es idiota".
Y, en línea con lo que afirman hoy todos los que intentan que la meditación se abra paso en nuestro mundo, Saint-Exupery reclama la necesidad de escapar a la lógica del trabajo. "Hace falta modificar al hombre, y el único método consiste en asegurarle antes tiempo libre", explicó el novelista; se enfrentaba por igual a comunismo y capitalismo en su propósito de reducir al hombre a su dimensión laboral.
La intuición de fondo sigue siendo válida, pero hoy sería necesario abrir el foco, porque el tiempo libre también ha sido colonizado por la lógica del materialismo. Hoy lo único que puede ayudar a recuperar esa dimensión espiritual en peligro de extinción es el silencio
Algunas de estas cuestiones, y otras relacionadas con la trayectoria biográfica del escritor francés se abordan en el musical Antoine, que ganó el año pasado el Premio Max al espectáculo revelación, y que está de gira por España. Jerez de la Frontera (22 de abril); Torrelavega (14 de mayo), Tarrasa (28 mayo) y Orense (4 de junio) son sus próximos destinos.
El musical traza un paralelismo entre la vida del escritor y su obra más conocida, con el aliciente añadido de las canciones de Elefantes; su cantante, Shuarma, fue el primer intérprete en dar vida escénica al personaje del ‘principito’ en la obra.
"Saint-Exupery era muy creyente, pero a la vez bastante posmoderno", opina Javier Godino, el actor que le da vida en el espectáculo. "Para él era importante. Entendía la vida como la capacidad de sacrificarse por una idea mayor que uno mismo".
No es fácil decidir qué era más relevante en Antoine de Saint-Exupery si su condición de escritor o la de aviador. Está claro que pasará a la historia por la primera, pero es la segunda la que convierte su vida en escenario de múltiples aventuras y vivencias inaccesibles para una persona común. Aunque seguramente también delata un cierto afán de fuga de la realidad, intentando huir de su propia tristeza, que nunca le abandonó del todo. Como evidencia muy bien su obra más exitosa.
La esposa del también aviador Charles Lindberg, Anne Morrow, afirma lo siguiente acerca de El Principito: "Hay cosas muy bellas en su relato; está lleno de vulnerabilidad, de ternura, de dolor. También hay algunas respuestas. Pero no, no ofrece respuestas que valgan para la vida personal. Él no las encontró", tal y como revela en un texto recogido en la espectacular edición del 70 aniversario de la obra, publicada por la editorial Salamandra.
Y, de hecho, su vida personal estuvo plagada de contradicciones, entre las cuales no era la menor el hecho de que amara a su esposa salvadoreña, Consuelo, mientras la engañaba con frecuentes amantes. Lo que también ocurría al revés: ella también le amaba, pero se entregaba al afecto de otros brazos.
Consuelo es la fuente de inspiración para el personaje de la ‘rosa’, la destinataria de los desvelos y cuidados del principito. Ella misma publicó tras la muerte de Saint-Exupery un libro sobre su vida que tituló justo así: Memorias de la rosa.
Pero Anne Morrow va aún más lejos y nos ofrece una clave de lectura del personaje que le conecta con el mundo cultural cristiano y católico al que, por educación, Antoine de Saint-Exupery pertenecía. "Su principito es un santo, no un niño. Es un adulto con corazón de niño. El auténtico ‘puro de corazón’, como el idiota de Dostoievski". Un personaje que expresa "una tristeza íntima, una eterna melancolía, eterna sed, eterna búsqueda".
De entre los muchos equívocos que ha suscitado El Principito desde su publicación, el mayor es haber sido considerado como un relato para niños. Los dibujos con que Saint-Exupery ilustró su trabajo, y sobre cuyo tamaño y colocación en las páginas ejerció un férreo control, invitan a esa lectura amable y pueril del libro. Pero nada más lejos de la realidad. En rigor, se trata de una obra que puede leerse en la adolescencia y después, pero no antes.
Muchas de las versiones cinematográficas que se han realizado, especialmente las de animación, inciden en esta visión infantil y, en ocasiones, la refuerzan realizando adaptaciones, añadidos y apaños sobre el texto original. Pero, en realidad, El Principito es un libro que se dirige a los adultos que no quieren renunciar a las cenizas de su niñez, y a los adolescentes que afrontan el salto a la madurez, y que no quieren convertirse en esas personas toscas, sin imaginación ni sensibilidad, que ven a su alrededor.
Saint-Exupery escribió a su madre: "La vida interior es difícil de comunicar… y es pretencioso hablar de ella". De algún modo, El Principito es un relato que pretende hablar, de forma oblicua e indirecta, de esa vida interior que el novelista quiere salvar. De esa vida del espíritu que mira al mundo con otros ojos.
Es revelador que el Gobierno comunista húngaro decidiera prohibir en 1957 la difusión de El Principito. Y aún más reveladoras son las razones que esgrimió. "Vivimos en un régimen socialista y este régimen exige a los niños, que serán los hombres del mañana, tener los pies sobre la tierra (…) Hace falta que cuando vuelvan su mirada hacia el cielo no busquen a Dios, ni a los ángeles, sino sputniks (satélites espaciales). Preservemos a nuestros niños del veneno de los cuentos de hadas".
Quizás alguien pueda pensar que tales argumentos han sido superados por la historia y que ya nos hemos librado de tan corta visión sobre la realidad. Pero, si se mira con cuidado, se verá que, salvando las distancias, estas razones no están tan lejos de otras similares que están muy presentes entre nosotros y que abogan por ‘actualizar’ o ‘desdramatizar’ los cuentos infantiles.
A aquellos comunistas los cuentos les parecían melifluos, y a los nuevos moralistas, crueles y poco inclusivos. Puede parecer que las razones son muy distintas, pero ambos argumentos expresan la misma ignorancia sobre el sentido profundo de estos relatos, y sobre la multiplicidad de dimensiones de la existencia humana.
Y aún aportaban los comunistas húngaros otro argumento más contra la novela: "la absurda y morbosa nostalgia de El Principito ¡que aspira tontamente a la muerte!". Conviene detenerse en este asunto, que ha sido fuente de muchos equívocos. De hecho, hay quien interpreta la obra como una preparación para la muerte. Y cuando El Principito habla de que, cuando se vaya, seguirá presente en las estrellas, no han faltado quienes lo interpretaran como una referencia a la vida ultraterrena.
Pero la aparente decisión de El Principito de abandonar la vida voluntariamente entra en conflicto con las interpretaciones religiosas tradicionales. Salvo que interpretemos al personaje como un alter ego del propio escritor, argumentación que cuenta con una más que abundante apoyatura. La hermana de Saint-Exupery, Simone, plantea expresamente la idea de que su célebre personaje encarna al Antoine niño inocente y puro.
"El Principito fue una evasión, la condensación de aquel pasado feliz durante el cual un niño con bucles dorados y luego colegial revoltoso vivía en un planeta encantado, el planeta de la infancia. Un alter ego infantil que volvió de alguna manera a visitar al aviador expuesto a los peligros y penas del desierto".
El final de la declaración hace referencia a un episodio de la biografía del novelista que se incorpora a la novela, y es la caída de su avión en el desierto, donde pasó varios días sin agua ni alimentos, lo que le condujo a un estado de delirio y agonía.
Pero es que, además, Saint-Exupery incluía, a modo de firma, dibujos de su personaje en sus cartas, antes incluso de haber completado su novela. El Principito es el niño que el novelista fue y que no puede preservar en esa forma infantil, sino que tiene que encontrar el modo de incorporarse a su ser adulto. Por eso el niño tiene que irse, para que el adulto vivificado por su recuerdo pueda seguir adelante mirando al mundo con otros ojos.
¿Y cuáles son esos ojos? Los del espíritu, ya lo hemos dicho, pero ese espíritu que Saint-Exupery defiende se concreta en una mirada poética y trascendente de la realidad, capaz de ver un elefante devorado por una boa dentro de lo que aparentemente es sólo un sombrero torpemente dibujado. El Principito aboga por una mirada poética, que sepa ver más allá de lo obvio. Capaz de encontrar los secretos misterios de un mundo habitado por Dios.
Una mirada trascendente que, en parte, encuentra reflejo en su oración ‘El arte de los primeros pasos’, que fue muy recordada durante la pandemia por su capacidad para conjurar la adversidad. Dice así:
“Señor: enséñame el arte de los pequeños pasos. No pido milagros ni visiones, ¡pido fuerza para la vida diaria! Dame la atención y la creatividad para notar a tiempo los conocimientos y experiencias que me atañen personalmente.
Fortalece mis elecciones al discurrir del tiempo. Dame la capacidad de distinguir lo esencial de lo secundario. Te pido fuerza, autocontrol y mesura para no dejarme llevar por la vida, sino más bien organizar sabiamente cada momento de la jornada. Ayúdame a enfrentar lo mejor posible lo inmediato, y a reconocer que esta hora es la más importante.
Otórgame la lucidez para reconocer que la vida está acompañada de dificultades y equívocos, y que estos son oportunidades para crecer y madurar. Haz de mí un ser humano capaz de acompañar a quienes se encuentran en lo más bajo. No me des lo que pido, sino lo que necesito.
¡Enséñame el arte de los pequeños pasos! ¡Así sea!”.