En menos de un mes, tres madres venezolanas murieron al cruzar la temible selva del Darién, en la frontera con Centroamérica. Este es uno de los pasos más usados por los migrantes para llegar de manera irregular a los Estados Unidos.
Todas ellas, por la forma de abandonar el país, pertenecientes a los sectores más necesitados de la población. Panamá y Colombia informan, no sólo por ser los países de ruta, sino porque ese tipo de noticias es frecuentemente censurada en los medios venezolanos.
La tercera de esas mujeres, Merimar Paola Gómez Díaz, murió hace un mes. Sucedió luego de sobrevivir al peligroso trayecto de la selva, cuando se trasladaba en bus hasta territorio costarricense El pasado 3 de marzo, la joven inició su trayecto en compañía de su esposo, su madre y sus tres hijos, de 1, 2 y 15 años.
Según se leyó en El Tiempo de Bogotá, todos llegaron al puerto de Necocli (Colombia), tomaron una lancha hasta Capurganá. Este lugar es conocido como la puerta al infierno selvático.
A los pocos días, la señora no podía con sus pies, heridos a lo largo de trayecto. Pidió al marido que siguiera con los niños y ella quedó con su madre –de la tercera edad- en la selva. Después de caminar 12 días pudieron llegar a un campamento de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) en Panamá, lugar donde la familia pudo reencontrarse. Pero, a pesar de que lograron sobrevivir a los embates de la selva, cuando decidieron abordar un autobús que los llevaría a Costa Rica, la madre de los niños estaba tan exhausta que sufrió un infarto, según reveló la autopsia.
Historias como esta podríamos contar sin parar. Y hay un riesgo peor que el de la selva: el acostumbramiento. Que ya no se hable de ellas -y ellos- o que pasen sin levantarnos roncha en el alma. Que una tape a la otra y todas anestesien las conciencias. Por eso hay que contarlas y volverlas a contar. Aunque, lamentablemente, siempre hay nuevas.
Dramáticos contrastes
“La desigualdad es aún peor que la pobreza. Venezuela es hoy el país más desigual de Latinoamérica. Los ricos no sólo son cada vez más ricos sino que se comportan cada vez como más nuevos ricos, en tanto que casi el 95% son cada vez más pobres y el 75% viven en pobreza extrema”.
Es parte de un escrito de José Toro Hardy, uno de los economistas y expertos petroleros más respetados de Venezuela.
Una sociedad de contrastes cada vez más dramáticos se perfila en Venezuela. Gente opulenta que compra en mega-mercados repletos de mercancía importada sin posibilidad de comparación con quienes, si acaso, hacen una comida al día. Gente que lleva sus bolsillos llenos de dólares mientras los pensionados y jubilados reciben Bs 14 al mes, cuando la canasta básica alimentaria familiar en Venezuela superó los $365. Es la desigualdad en su más acabada expresión. Es una situación de exclusión que expulsa a los ciudadanos –sobre todo a los más jóvenes- a dejar su país.
Si ello no es razón suficiente para salir hacia otros destinos buscando mejor vida, no lo será ni una guerra. Esta guerra que se libra en Venezuela no es con misiles sino con una política desacertada, por decir lo menos, que no sólo ha cobrado víctimas sino que ha producido el mayor éxodo de nuestros tiempos, hoy sólo superado por el de los ciudadanos ucranianos escapando de la brutal invasión ordenada por Putin.
No obstante, ambos son crímenes contra las personas, contra la humanidad. Tanto los bombardeos y masacres en toda regla como la lenta pero efectiva hambruna que busca someter a un país y la ruina del aparato productivo que la precede, pues también cercena derechos y pone en fuga a millones de seres humanos. Eso sigue ocurriendo en Venezuela, a pesar de que la guerra en Ucrania –con toda razón- en este momento cope la atención mundial.
Nadie se quiere ir
Nadie se quiere ir de su país. Lo vimos con los sirios, los africanos, los libaneses, los sudaneses, los venezolanos y ahora con los ucranianos. Y la verdad, es que refugiado debía considerarse a todo aquél que pone un pie fuera de su país contra su voluntad. Así de simple.
Hace un par de días, un dirigente político venezolano que visitó las vandalizadas, saqueadas, deterioradas y abandonadas instalaciones de la Universidad de Oriente en Cumaná se preguntaba:
“¿Como nos puede pasar esto? ¿Cómo se llegó a ese nivel de barbarie? ¿Qué le pasó a nuestro país, a nuestra sociedad?”. Y la respuesta se la daba él mismo: “A mayor ignorancia, más tiempo ganan. Esa es la filosofía de la barbarie roja. Mientras el civilismo democrático llenó de universidades, escuelas y liceos al país, el socialismo del siglo XXI lo llena de alcabalas y destruye nuestros logros”.
De eso también huye la gente, de “lo moralmente inaceptable”, como calificó el episcopado venezolano, en varias de sus exhortaciones pastorales, al proyecto de socialismo del siglo XXI iniciado por Hugo Chávez.
La otra guerra
David Smolansky quien, él mismo, es un perseguido venezolano que tuvo que dejar su país, hoy ejerciendo como Comisionado de la Secretaría General de la OEA para migrantes, sacó cuentas sobre la crisis de refugiados más grandes del mundo para el primer trimestre de 2022:
“Siria: 6.7 millones Venezuela: 6.1 millones Ucrania: 3.9 millones. En Siria ha habido un conflicto armado por más de una década. A Ucrania la están invadiendo. En Venezuela, el legado del chavismo”.
Es la otra guerra, la que no suena pero también llora. Las familias desmembradas y alejadas por la falta de oportunidades, por el descalabro, por la desigualdad y la resistencia a la pobreza. La gente que prefiere correr los graves riesgos del éxodo–hasta de perder la vida, como efectivamente ha ocurrido- antes que seguir viviendo al borde del barranco.
Es la otra guerra que equipara las cifras de refugiados a la convencional.
El 22 de marzo conmemoramos el Día Mundial del Agua. En ese entonces, un jesuita, Alfredo Infante, director del Centro Arquidiocesano Monseñor Arias Blanco, retrataba así la situación en la Venezuela irónicamente rica y petrolera:
“En Venezuela, la realidad es dramática. Son ya recurrentes y cotidianas, en nuestros barrios, las imágenes de adultos, adultos mayores, niños, niñas y adolescentes subiendo y bajando escaleras con botellones, tobos y ollas, cargando un poco de agua para la subsistencia. También, las dramáticas escenas de personas lavando o recogiendo agua en quebradas y ríos contaminados en pleno centro urbano. La lucha por el derecho al agua potable es uno de los principales móviles de la protesta social”. Varias mediciones respaldan su denuncia.
En su informe anual de 2021, la ONG Monitor Ciudad aseguró que las tuberías de agua potable en el país pueden pasar sin suministro hasta 65 % de las 168 horas que tiene una semana. Esto debido a la escasez y las fallas en el servicio.
El Observatorio Venezolano de Servicios Públicos (OVSP) advirtió en su más reciente monitoreo, realizado en 12 ciudades entre enero y febrero de 2022, que el servicio de agua potable sigue siendo el peor valorado por la población. De acuerdo con el reporte, seis de cada 10 habitantes (58,6 %) lo consideran deficiente. Esto debido a la inconstancia en el suministro y a no disponer de él pese a tener tuberías. Además, de la población que no cuenta con agua, 34,9 % se surte en quebradas, pozos o ríos. Mientras 8,6 % lo hace en chorros públicos y 4,5 % en tuberías rotas en la calle.
También de eso huye la gente. De ese descarte y esa penuria, de esa guerra de gobiernos indolentes y medularmente corruptos contra su propia población.
Por los caminos verdes
Dejar Venezuela “por los caminos verdes” como coloquialmente se dice para significar esas interminables caminatas por selvas, cumbres nevadas y ríos caudalosos, es realmente peligroso. En días pasados hemos tenido noticia de aquellas mujeres que huyeron con sus hijos y terminaron sus días en la selva llamada tapón del Darién. Aquí el famoso paso entre América del Sur y Central.
En viajes de peñeros hacia Trinidad, no solo hemos sabido de naufragios con su saldo de ahogados sino de venezolanos muertos a causa del fuego abierto por la Guardia Pesquera de ese país resultando varios muertos, entre ellos un bebé.
Los coyotes abandonan a los venezolanos, bien sea en el frío desierto chileno como en el paso hacia México sin mencionar los niños que se han perdido en esos trayectos o se han desprendido de las manos de sus padres, desapareciendo bajo las corrientes del Río Grande.
La frontera colombo-venezolana tal vez sea menos peligrosa pero no menos dura. También hay selva por Apure y Amazonas, zonas infestadas de guerrilla y bandoleros que buscan presas para sus redes de trata. También se puede pasar por el estado andino de Táchira y por el Zulia, pero las posibilidades de morir deshidratado son altas. Otros se van a Brasil –una frontera un poco más asistida y compasiva- por Pacaraima y Boa Vista.
El sello en la frente
Ocurre, tal cual lo relata una crónica reciente, firmada por dos conocidos analistas, Kaoru Yonekura y Rafael Osío Cabrices, “entre los más de seis millones de venezolanos que dejaron su país hay desplazados y hay refugiados, pero actores institucionales, políticos y sociales optan por negarles ese estatus, alimentando un círculo vicioso de violación de derechos”. Las consecuencias son serias cuando la comprensión es poca. Y después de haber pasado por el calvario de huir, el asunto es más cuesta arriba.
Ciertamente, como bien señalan, "una vez que salen del país, entre los muchos problemas con que deben lidiar los migrantes, uno es el de cómo los van a clasificar. Una suerte de sello invisible en la frente que define su nivel de vulnerabilidad”.
Y mucho se duda sobre cuál sello ponerles, desplazados, refugiados, perseguidos, escapados. Hay legislaciones claras al respecto pero existen muchas razones para expulsar a un ciudadano de su país aunque se suele pensar en ellos como alguien que huye de guerras o persecuciones puntuales. Pero es que también se huye de violaciones a los derechos humanos, de conflictos políticos o de catástrofes institucionales que se transforman en humanitarias.
Un problema de seguridad humana
Tal vez, atendiendo a las súplicas del propio papa Francisco, un refugiado no debe verse como un problema de seguridad nacional sino de seguridad humana, como recomienda la directora adjunta del Centro de Derechos Humanos de la Universidad Metropolitana de México, Victoria Capriles. Es un asunto complejo y la acogida obviamente es más difícil cuando la gente emigra en masa.
Ligia Bolívar - investigadora asociada sobre migración en el Centro de Derechos Humanos de la Universidad Católica de Caracas—, considera que “el problema de la denominación obedece a intentos de evadir responsabilidades. Lo cierto es que son personas que necesitan protección internacional en la medida en que están saliendo del país no porque quieren, sino porque no les queda más remedio”.