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¿Qué hacer ante el pecado? Misericordia

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Una inspiradora lección de Jesús ante una mujer adúltera

Carlos Padilla Esteban - publicado el 04/04/22

Ese pecado del que quiero huir se puede convertir en mi salvación, porque cuando nada puedo es cuando Dios lo puede todo en mí y viene a rescatarme

Me resultan difíciles las palabras de Jesús:

“Pero, como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: – Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra. E inclinándose de nuevo, escribía en la tierra”.

Yo no estoy libre de pecado. Ojalá lo estuviera, para sentirme mejor conmigo mismo, orgulloso de mi capacidad.

En ocasiones creo que si no pecara todo sería perfecto. Y es cierto que el pecado me hace daño.

Consecuencias del pecado

En primer lugar a mí, por que me encierra en dependencias, me vuelve egoísta y egocéntrico, me lleva a dejar a un lado a mi prójimo e ignorar sus necesidades y problemas.

El pecado además me aleja de Dios. Porque cuando peco me siento indigno y creo que Dios no querrá estar cerca de mí porque estoy sucio.

El pecado despierta en mí la violencia, el deseo de venganza, las ganas de dañar a otros.

Me aísla porque es una búsqueda enfermiza de una felicidad que no es la verdadera.

El pecado me lleva a poner el interés en lo que no me hace bien, en lo que no es bueno para mi vida.

La mejor forma de enfrentar el pecado

El pecado es parte de mí y nunca podré erradicarlo, sería ingenuo pensar así. Forma parte de mi existencia.

Soy así, pecador, y mi pecado me recuerda que Dios tiene la última palabra sobre mi vida, y no yo con mis logros y acciones meritorias.

El pecado me vuelve vulnerable, débil, herido. Desde el pecado clamo a Dios para que me oiga y me perdone, para que venga hasta mí dispuesto a abrazarme.

Ese pecado del que quiero huir se puede convertir en mi salvación. Porque cuando nada puedo es cuando Dios lo puede todo en mí y viene a rescatarme.

Esa forma de enfrentar el pecado es la que me salva. No pretendo que no exista en mi vida. Busco pecar menos, pero sé que el amor de Dios y su mirada sobre mí es lo que levanta mi ánimo y me da vida.

En mi miseria Él me levanta y me salva.

Y al mirar a los demás

Lo malo es que aun siendo consciente de mi pecado, veo con mucha facilidad lo mal que hacen las cosas los demás. Los veo más egoístas, más pecadores.

Tienen más orgullo, más vanidad, menos humanidad. Veo que son más débiles y menos sabios.

Cuando me pongo a criticar me quedo solo. Nadie se salva de mi condena. Arrojo las piedras, aun siendo yo también culpable de muchos males.

No me importa, sólo veo el mal que hacen los demás y me escandalizo. Por eso me vienen muy bien las palabras de Jesús.

Mejor irse a casa en silencio

Si yo estuviera libre de pecado quizás podría decir algo. Pero si no lo estoy, mejor hago lo que hacen ellos, irme a casa en silencio:

“Ellos, al oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos; y se quedó solo Jesús con la mujer, que seguía en medio”.

Y Jesús se quedó solo con la mujer pecadora. La diferencia era que su pecado era conocido, pero el de los hombres que la acusaban era privado.

Nadie los conocía, sólo ellos eran conscientes de su debilidad. Nadie los acusa a ellos pero ellos mismos se reconocen culpables.

Solo quedan Jesús y ella

Esa escena siempre me sobrecoge. Todos se quedan pensando. Sobre todo los de más edad que han vivido más y posiblemente guarden más pecados.

Y se van en silencio. Ya nadie acusa a la mujer. Ha pasado a un segundo plano. ¿Qué escribiría Jesús en la arena? ¿Tal vez los acusaba? No lo sé. Pero lo cierto es que todos se sienten interpelados y se alejan de la escena.

Sólo quedan ellos dos, Jesús y la mujer adúltera:

“Incorporándose Jesús le dijo: – Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado? Ella respondió: -Nadie, Señor. Jesús le dijo: – Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más”.

Perdón, paz

Nadie la condena, Jesús tampoco. Entonces la mujer puede irse en paz. Y se va dispuesta a no volver a pecar.

Así suele ser cuando me confieso y me absuelven. Nadie me condena. Yo mismo me he acusado y he contado mi debilidad, mi pecado privado, no hace falta que otros lo conozcan.

Y recibo ese perdón de Dios que no merezco. Nadie me condena, tampoco Dios. Y me alejo dispuesto a no pecar nunca más.

Caeré de nuevo, lo sé. Tocaré la debilidad de mi carne y no lograré estar a la altura de las circunstancias.

Me dejaré llevar por mis instintos. Tendré que reconocer mi pecado, mi debilidad, mi miseria y dejar que Dios me toque con su mano salvadora.

Vete y no peques más, me dirá al oído. Y yo lo guardaré, no como una advertencia, más bien como un consejo, como un deseo.

El rechazo a la misericordia

Porque el pecado me envenena, me vuelve mezquino, me empobrece. Siento que la misericordia de Jesús es profética e incomoda. Siempre es así.

Prefiero lanzar las piedras al culpable, al pecador, para que pague su pecado. Roberto Grosche escribía en un artículo titulado El elemento profético en la Iglesia:

Cuando en la Iglesia se anuncia algo nuevo, el ministerio ‘huele’ enseguida al ‘hereje’. Justamente porque ama a la Iglesia, el profeta no se deja expulsar de ella ni inducir a renunciar a su misión”.

Jesús es ese profeta que anuncia una esperanza para el pecador, para el rechazado por los hombres.

Y esa misericordia resulta incómoda y molesta. Parece excesiva. ¿Dónde queda la justicia?

El amor sobre la ley

Anunciar la misericordia es un gesto profético. Jesús lo hizo. La ley de Moisés es más clara, y dice que la adúltera ha de pagar por su pecado.

Pero Jesús es profético y habla de un Dios misericordia que los fariseos no logran aceptar. Por eso lo persiguen y buscan su muerte.

Jesús huele a hereje. Y debe morir. El hecho de dejar libre a una mujer que ha pecado públicamente no tiene perdón. Es inadmisible.

Esa actitud de Jesús los irrita. A mí me conmueve. Su valor y su misericordia. Va contra lo que dice la ley y pone por encima el amor, la misericordia, el perdón de un Dios que ama a su pueblo.

Pero no será bien visto y querrán acabar con su vida. Quisiera optar siempre por la misericordia.

Al mirar a mi hermano, al que peca, al mirarme a mí mismo. Con esa mirada de misericordia me mira Dios siempre y me salva.

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