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La fuerza de los regalos anónimos

Regalo en la puerta

Polina Raulina | Shutterstock

Jesús me pide que dé sin que nadie sepa de mi generosidad

Carlos Padilla Esteban - publicado el 15/03/22

¿Sabías que Jesús invitó a sus seguidores a dar limosna en secreto y prometió una recompensa de Dios?

La cuaresma es un camino para que aprenda lo que olvido, para que sepa reconstruir lo caído y sane lo enfermo de mi alma.

Es un tiempo especial de gracias para dejarme hacer por Dios. Y en él Jesús me invita a ser generoso, servicial, misericordioso:

“Tú, en cambio, cuando des limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha, para que tu limosna quede en secreto; y tu Padre, que ve lo secreto, te recompensará”.

Dar limosna es esencial. Lo primero que me viene a la cabeza son esas ocasiones en las que me piden que dé dinero, que me preocupe por el que no tiene, que dé al que le falta.

HOMELESS

Y pienso entonces en dar de lo que me sobra. Tengo en abundancia y puedo dar a los demás lo que a mí me sobra.

La limosna cuesta siempre. Doy y espero que me agradezcan por mi generosidad. Es un pilar de mi vida. Es más amplio, mucho más, que dar solamente lo que me sobra.

Primero: mirar, ver

La actitud que me pide Jesús es la del buen samaritano. Es mirar al que está al borde del camino, mi camino. Allí tirado y desvalido.

Hay muchas personas que sufren cerca de mí y no las veo, no me doy cuenta.

Estoy demasiado pendiente de mis cosas, preocupado por mis planes, asegurando las riendas de mi futuro para que no se me escape la vida.

Pienso en todo lo que podría hacer por los demás. La limosna es mucho más que esas monedas que tengo para dar.

Es una actitud de vida, una forma de mirar al desvalido, al caído, al que está solo y abandonado.

Tengo a muchas personas en mi vida que me necesitan. No piden nada, porque a veces el que más necesita es el que no me exige.

Y me desgastan los que me reclaman sin necesitarlo tanto. Y yo voy haciendo caso a los reclamos sin mirar más allá del que llora ante mis ojos, grita en mis oídos y me reclama tirándome del brazo.

Pero no veo al que permanece impasible, quieto y callado en soledad, silencioso.

¿Estoy inmunizado ante el dolor?

Paso delante de él sin ver su dolor, sin escuchar su llanto.

O quizás me he inmunizado ante su dolor. Y ya no escucho el dolor de las víctimas, el llanto de los que han perdido injustamente seres queridos, el dolor por las pérdidas en una guerra injusta y sin un sentido.

Tengo apagada la mirada y no veo al que sufre, herido, al borde de mi vida. No me detengo ante ese amigo olvidado, ese pariente al que ya no frecuento, ese conocido que no se atreve a acercarse.

Tengo prisa. Prefiero que me pidan solo unas monedas. Que me reclamen sólo un poco de mi tiempo.

Me cuesta más pensar en los que me piden mi tiempo, mi atención, mi cariño, mi vida. No quiero abrir la puerta de mi casa, de mi cuarto, de mi corazón.

Apago el celular para que no insistan. Prefiero la comodidad de no ser exigido.

Así comienza este tiempo de cuaresma. Diciéndome Jesús que dé limosna sin llamar la atención, sin que nadie sepa de mi generosidad, sin que conozcan cómo soy de servicial y atento con los míos.

La limosna que más me cuesta dar es mi tiempo. Lo tengo para mis planes, para mis aficiones, para los míos, para mi trabajo que tanto necesito, para ganar mi gloria y mi fama.

Pero el tiempo para darlo sin recibir nada me parece una pérdida de tiempo.

Dejarme cambiar

La pandemia y la guerra me hacen pensar en los demás. Decía Mario Benedetti al hablar de lo que vendría después de la pandemia:

“Seremos más generosos y mucho más comprometidos. Entenderemos lo frágil que significa estar vivos. Sudaremos empatía por quien está y quien se ha ido”.

No sé si será así. A veces lo dudo y pienso que el corazón quiere olvidar rápido y pasar página.

Pero espero que en algo me esté cambiando para bien este tiempo doloroso que vivo.

Por eso no me escondo, no me guardo al comenzar esta cuaresma. Quiero abrir mi alma y estar atento para escuchar las llamadas de los que me rodean.

Son muchos y no me doy cuenta. Me siento egoísta. Como si mi vida fuera lo más importante que tengo ante mis ojos.

Sin esperar nada

Que mi mano derecha no sepa lo que hace mi izquierda. Que mi servicio no sea reconocido, alabado, agradecido.

¡Cuánto cuesta el anonimato cuando quiero hacer las cosas bien y pretendo dar hasta que duela!

Una voz oculta en mi interior me dice: Grítalo. Y yo lo hago, para que sepan cómo soy.

La cuaresma me invita a callar, a servir en silencio, a dar sin esperar recibir nada a cambio, ni siquiera las gracias.

Es una invitación sutil, sin presión, para que este pilar de la mirada generosa del buen samaritano cambie mi vida y me haga mejor, más humano y más de Dios.

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