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Si no sé qué decidir, ¿mejor esperar?

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PorzillA | Shutterstock

Luisa Restrepo - publicado el 14/03/22

Cuidado: querer encerrar y aprisionar nuestra vida y nuestra experiencia de Dios nos deja inmóviles

Cuando recorremos un camino o peregrinamos, inevitablemente tenemos que decidir, más o menos conscientemente, la dirección en la que queremos ir. Esto también pasa en la vida. Pero cada vez más vemos una tendencia generalizada a retrasar las decisiones.

Al final preferimos que los demás, la realidad o el tiempo elijan por nosotros. De esta manera parece que nos hemos liberado del peso de la responsabilidad.

El horizonte está delante de nosotros, pero no tenemos el coraje de zarpar.

El riesgo es que la vacilación se convierta en la norma y al final dejemos de vivir.

Más grave aún es que, al posponer decisiones, las consecuencias recaigan en la vida de otros.

Hora de volver a decidir

En la Cuaresma hacemos propósitos, nos determinamos a hacer algunas cosas por Jesús, por nosotros mismos y por los demás.

Este es un tiempo de volver a decidir, es un tiempo para revisar lo que hemos vivido e ir hacia adelante.

En el Evangelio se nos muestra como Jesús comienza a perseguir su meta: realizar el plan de salvación del que se ha hecho cargo.

“Sucedió que como se iban cumpliendo los días de su asunción, él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén”.

Lc 9,51

Sabemos por experiencia, que, aunque ya hayamos tomado una decisión importante, tarde o temprano la vida nos pedirá que seamos aún más conscientes de ella.

Esa decisión inicial debe enfrentar la prueba de la realidad y del tiempo. Debe enfrentar el momento de la acción.

Es necesario mirar hacia atrás, revisar el camino que hemos recorrido y decidir si volver sobre nuestros pasos o avanzar hacia la meta que hemos elegido.

Salir o cerrar

Cada vez que nos enfrentamos a una decisión nos encontramos con la oposición entre salir y encerrarnos.

Jesús habla de su éxodo a Jerusalén. De hecho, decidir significa salir de los propios miedos, salir de las propias certezas, salir de uno mismo para encontrarse con la realidad, incluso implica salir hacia la muerte.

De hecho, puede ocurrir que vivamos toda nuestra vida en una choza, quizás cómoda, pero que puede convertirse en una trampa.

Querer encerrar y aprisionar nuestra vida y nuestra experiencia de Dios nos deja inmóviles, acostumbrados y arrutinados.

La experiencia de nuestra vida, la experiencia con Cristo es una experiencia viva, siempre nueva, que no puede ser retenida ni fijada de ninguna manera.

Comprometerse es para siempre

Jesús al decidirse ir a Jerusalén se dispone a cumplir la voluntad de su Padre. En Él se cumple la Alianza.

Dios se compromete de una vez por todas con nosotros, asumiendo sobre sí el precio de su unión con la humanidad; y lo hace para siempre.

Las decisiones importantes de nuestra vida implican comprometerse, estar dispuestos a mantenerse y perseverar.

Oscuridad e incertidumbre

El momento de la decisión y del compromiso no está exento de oscuridad e incertidumbre.

Si es cierto que la oscuridad esconde, también descubrimos que a través de ella es posible escuchar la voz del Padre que tranquiliza y confirma.

Cada uno de nosotros está cruzando caminos inciertos. Tal vez estamos buscando seguridad y estabilidad, o tal vez se abre ante nosotros un camino de conversión y de transformación.

Incluso en la oscuridad de una nube que nos envuelve, cada instante puede convertirse en el lugar de transfiguración, aquel en el que Dios nos muestra su verdadero rostro.

Es la luz que emana de su rostro transfigurado la que nos permitirá reconocer el camino.

“Incluso en la noche más oscura, Jesús es la luz que nunca se apaga. San Agustín resume este misterio con una expresión muy bella. Dice: «Lo que para los ojos del cuerpo es el sol que vemos, lo es [Cristo] para los ojos del corazón» (Sermo 78, 2: pl 38, 490)”.

Benedicto XVI

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