Ricardo Piñero es catedrático de Estética y Teoría de las Artes y es uno de los profesores del máster “Cristianismo y cultura contemporánea. ¿Podemos esperar?”, que la Universidad de Navarra acaba de presentar y que comenzará sus clases a partir del 1 de septiembre. Sobre este tema candente, que cada vez preocupa más, hablamos con el profesor Piñero.
- ¿Está tan desaparecida la mirada cristiana en el debate público, como algunos han denunciado?
Si pensamos en la presencia de los pensadores cristianos en el debate público, yo le diría que no están fuera, pero no tienen el mismo eco que otros, por resumirlo someramente.
– Quizás sea necesario explicar de qué hablamos cuando hablamos de cultura contemporánea.
Hablamos de una realidad muy enredada, múltiple y diversa. No hay un bloque megalítico. Cuestiones que antes eran más uniformes ahora están repartidas en muchas líneas.
En ese juego del debate de ideas los primeros que debemos dar un paso somos aquellos que podríamos autodenominarnos intelectuales cristianos. Para ser escuchados, pero también para escuchar y aprender de los demás. Vivimos en un contexto muy polarizado en el que nadie escucha al vecino y al final eso hace que el diálogo desaparezca.
– Hubo un tiempo en el que las voces cristianas no se echaban de menos, pero esto ha cambiado de unos años para acá. Quizás porque la cultura espontánea cristiana cada vez tiene menos presencia y asistimos a un replanteamiento de todo.
Comparto el diagnóstico. Las personas de mi generación hemos vivido de manera espontánea en un contexto en el que lo cristiano no sólo era mayoritario, sino que se vivía de manera acrítica como el único escenario posible. Pero ahora estamos en otros tiempos. Y lo primero que hay que hacer es tomar conciencia de esa diferencia.
Si echamos de menos eso que antes era visible y ahora no, tenemos que preguntarnos por las razones. Y una de ellas puede ser que ese acostumbramiento nos haya llevado a asumir un papel muy comodón y que sigamos viviendo con una mentalidad que no se corresponde con la que deberíamos tener hoy en día.
– ¿Y qué se puede hacer?
Los que nos consideramos cristianos debemos hacer autocrítica y admitir que hemos estado viviendo una situación que no era normal, ni siquiera real, sino que era impuesta o heredada de manera acrítica. Y ahora, si uno no está a gusto con la situación actual, lo que toca es tomar medidas para que se ajuste a lo que uno quiere.
Por eso, tenemos que ser capaces de hacer propuestas. A mí me molestan mucho, en cualquier ámbito, aquellos individuos que sólo hacen discursos catastrofistas. Estoy harto de cenizos, de gente que se queja y no propone. Hay que hacer propuestas en todos los ámbitos de la vida en los que puede afectar la condición cristiana.
– ¿Hay líneas rojas?
Yo no soy de líneas rojas; soy un charlatán, en el sentido de que lo que más me gusta es charlar con los demás, pero también escuchar. Y, cuando estoy convencido de algo, me gusta transmitir no sólo esa convicción sino las razones de por qué eso me parece bueno, o mejor. Esto es trasladable a la educación, a la vida política, a la vida cotidiana.
– Si vemos el vaso medio lleno, podríamos decir que estamos viviendo ‘tiempos interesantes’. Tras el abandono de los fundamentos cristianos en prácticamente todos los ámbitos de la vida, parece haber surgido una conciencia de la pérdida, incluso en entornos no creyentes.
Ahora estamos en un movimiento pendular y hemos pasado de un extremo al contrario. Yo no diré que vea el vaso medio lleno, pero sí que me da alegría tener todavía vaso. Los catastrofistas creen que no tenemos ni vaso. Ahora estamos en el momento de decidir qué es lo que queremos poner en ese vaso para que sea apetecible para los demás. Tenemos que ir a lo concreto e intentar evitar las abstracciones y generalidades.
Por ejemplo, tenemos un sentimiento de pérdida. Pero esa pérdida se ha producido por nuestra inacción, porque hemos abdicado de nuestras verdaderas formas de vida.
Esto es lo que a mí más me interesa de este máster. Es un gran proyecto intelectual, pero creo que la mejor derivada que podemos obtener todos, estudiantes y profesores, es que nos tomemos en serio eso que queremos ser. Tenemos que ponernos deberes, cada uno en nuestra esfera, y con cierta humildad.
– Esa autocrítica quizás deba llevarnos también a asumir que hay aspectos de esa realidad que ahora echamos de menos que no tiene sentido pretender recuperar. Ahora quizás padecemos un exceso de crítica, pero antes quizás había cierto déficit.
Una de las primeras tareas es conocer lo que hay. Y lo que hay no es sólo espíritu crítico. En las últimas décadas hemos asistido a grandes progresos en el ámbito de las ciencias positivas y sociales. No podemos pensar en cristiano con la misma mentalidad que hace décadas porque no tenemos el mismo acceso a la realidad.
Creo que parte del compromiso que tenemos es conocer las cosas tal cual son. Y eso no es ajeno al cristianismo. Esto implica impregnarse del mundo en el que estamos con todo rigor, venga ese rigor de donde venga. A partir de ahí es donde podemos ajustar mejor nuestras posiciones.
– ¿Hasta dónde hay que ajustarlas?
No se trata de cambiar convicciones doctrinales, ni de adaptarse por adaptarse. Nosotros tenemos claro cuál es el mensaje de Cristo y lo que queremos proponer. Pero también desconocemos muchas cosas que han acontecido y que entran en diálogo con lo que Cristo propone para la vida. Esta es nuestra tarea.
– Una de las sorpresas está siendo redescubrir el valor de la Iglesia como institución sólida, un punto de anclaje, con todos los matices que queramos añadir, en este mundo cambiante.
Es verdad que la Iglesia es de lo poco sólido que queda en un mundo en el que todo parece líquido. Es que hemos confundido comportamientos personales, o elaboraciones particulares, con lo que era la Iglesia. Pero la Iglesia es otra cosa. ¿Cómo no va a ser sólida si ha sido instituida por Cristo y es obra de Dios?
Y ahí aparece una solidez que no se la damos los seres humanos sino que se la da el hecho de ser una institución divina. Por eso, seguramente, está, más allá de viento y marea, soportando las opiniones de quienes formamos parte de ella y de los que no.
– Esto no impide que haya también una cierta crisis dentro de la Iglesia. Parece que hay una parte que querría que fuera más líquida de lo que es, por seguir con la metáfora.
Sin duda. Ojalá los problemas estuvieran sólo fuera, pero también los hay dentro. Pero, en ningún caso, ni los de fuera ni los de dentro inciden de verdad en el auténtico fundamento de lo que la Iglesia es. La Iglesia es prudente, cariñosa, acogedora…
Siempre tiene esa palabra justa, que a lo mejor no alarma, ni es de portada, pero que es la que permanece y es la que le da esa solidez. Y todo eso es palabra de Dios, de Cristo. Quiero romper una lanza por quienes han generado esa solidez de la Iglesia, que son los autores del magisterio. A veces queremos creer que todas las opiniones tienen el mismo valor y eso no es así.
A veces nos sentimos obligados a tener opinión sobre cosas que están pasando en ese mismo momento. Ese magisterio de la Iglesia, en cambio, ha tenido siempre la capacidad, y la elegancia también, de saber callar y dar un paso atrás, para luego hablar con más rigor y precisión. La Iglesia está a otra cosa.
-Entre los elementos que hablan de una cierta recuperación de valores que parecían perdidos está la reivindicación de la familia, que ha alcanzado una cierta transversalidad en la sociedad. Pero hay distintas formas de defender la familia; las recetas sencillas no valen y hay que hilar más fino.
Es que lo nuestro no es la propaganda. La labor de la Iglesia no es dedicarse a lanzar cada día mensajes o eslóganes propagandísticos, como hacen otras instituciones.
Cuando uno ha sido educado en los clásicos se da cuenta de que la política no es una cuestión de partidos sino que trata de encontrar el mejor modo posible de convivencia, y ahí la Iglesia tiene que entrar siempre, porque tiene mucho que aportar. Primero para hacer entender qué es el ser humano y cuál es la mejor forma de convivir.
La familia puede ser un eslogan, y en la letra grande todo el mundo puede estar de acuerdo. El problema está en la letra pequeña y ahí es donde cada uno aporta no sólo su matiz sino lo más auténtico que tiene. Y para nosotros la familia es un varón, una mujer, unos hijos, un trabajo, una conexión con otras familias… no vemos nada de manera aislada, y esa visión integral es una de las cosas que puede aportar hoy la Iglesia.
– ¿Hasta qué punto debe confrontar la Iglesia en el espacio público?
Los cristianos no somos extraterrestres. Todo lo que acontece nos apela o interpela. No creo en modelos uniformes, ni en visiones buenistas de callar para no molestar.
Una cosa es la tolerancia y otra la omisión. Yo puedo aceptar, y lo entiendo, que nosotros, en esta carrera por el espacio público hemos salido tarde, quizás por esa creencia de que debemos evitar los enfrentamientos, porque somos gente de paz. Pero es que hay cosas con las que tenemos que confrontar.
Yo no entiendo la vida como un enfrentamiento, pero tampoco como tragarse ruedas de molino. Yo eso no lo entiendo. Y una vez que asumimos que hemos salido tarde, tampoco se trata de llegar los primeros, sino de compartir en buena lid con los demás. Porque a mí me preocupa más la formación de las personas que la formación de opinión. Como profesor, lo que me interesa es formar personas, no adoctrinar personas.
– ¿Es el cuestionamiento de la naturaleza humana una línea roja?
Un periodista me preguntaba: “¿No cree que deberíamos tolerarlo todo?”. Y yo le respondí que hay cosas que son intolerables y que no merecen respeto. ¿Cuáles? Aquellas que van contra nuestra naturaleza, contra nuestra dignidad y contra aquello que somos. Eso lo hemos aprendido de la Iglesia.
Una cosa es constatar que hay una diversidad que, además, podemos valorar como positiva, y otra creer que todas las expresiones de esa diversidad valgan lo mismo, que todas tengan el mismo calado. No lo creo.
Hoy día la naturaleza humana está puesta en cuestión sobre la premisa de que yo elijo lo que soy. Pero no. Yo jamás podré ser una bicicleta. En muchas cosas tenemos que ir a lo básico, y lo básico está en el Evangelio. A partir del Evangelio puede haber algún resbalón, pero en el Evangelio no hay resbalones.
Hay caridad, hay luz y ese respeto cordial por el otro, de verdad. No por imponer tu criterio sino por su bien, pensando en la persona como fin en sí misma. Y eso no lo hace cualquiera. Muchas veces somos muy instrumentalizados por estados, empresas, instituciones… Y, sin embargo, el cristianismo siempre tiene a Cristo en el centro y a la persona humana también como fin en sí mismo.
– Antes comentaba que no hemos participado lo suficiente en el debate público. Pero ¿cómo hacerlo?
No debemos estar a todo lo que salta. Un buen observador de la realidad si está a todo no observa nada. Debemos aprender una compostura, una forma de estar en el mundo, y es estar atento a lo importante, no a lo urgente. No hay que entrar en el debate a cualquier precio, ni de cualquier manera, porque eso nos descalificaría.
– La hostilidad anticristiana a veces se interpreta como si sólo fuera antirreligiosa, pero quizás sea también cultural porque estamos en un momento en el que Occidente ha decidido poner en cuestión la figura del padre.
Tenemos una apetencia por la emancipación cuyo origen algunos sitúan en la Ilustración, pero que, en realidad, siempre nos ha acompañado. Siempre tenemos esa sensación de que debemos aniquilar la autoridad, que sólo vamos a poder ser quienes somos si somos autónomos… se malentiende la autonomía, se malentiende la emancipación, porque se malentienden también la dignidad y la libertad.
Determinados modelos que hemos elegido para superar esas esclavitudes a las que supuestamente estábamos sometidos, resulta que han sido todavía más esclavizantes. Basta echar una ojeada a la historia del siglo XX para ver que cuando los seres humanos han querido olvidar a Dios, el poder de los seres humanos sobre otros seres humanos ha sido aniquilador.
– Esta sociedad de los derechos en la que vivimos, ¿tiene bases sólidas?
Entiendo que todos queramos hacer nuestra voluntad, pero hay una tragedia en el mundo contemporáneo que es evidente, en mi opinión, que es confundir los deseos con los derechos.
Tras milenios de convivencia sin una carta de derechos definida, cuando nos ponemos a ello en 1948 resulta que la condición de partida es la dignidad humana. Una idea que nosotros la anclamos en la filiación divina y que nos permite entender cosas tan sencillas como que yo no me he dado la vida a mí mismo.
Pero es que tampoco puedo yo solo dar la vida a nadie. Necesito siempre de otro. Yo tengo un mantra que repito mucho a mis estudiantes: “Somos gracias a otros, somos con otros, porque somos para otros”. En este escenario de pandemia hemos aprendido que estando con otros estamos mejor que solos, porque necesitamos de los otros; y eso nos da ganas de seguir adelante. Todo esto se resuelve queriendo a las personas y dejándolas de utilizar como herramientas para otras cosas.
-Por resumir, ¿qué debemos aportar al debate público?
-Lo primero es conocer la realidad, no sólo el tiempo en el que estamos, sino lo que las cosas son. Conocer las realidades sociales y las necesidades de los seres humanos.
A partir de ahí tenemos que dar un paso más que está en la revelación. Y esto sólo se puede transmitir cordialmente, sin empujar, desde la propuesta, no desde el decreto ley. Que a veces nos hemos equivocado en la forma de comunicar.
-Concrete más esto.
Si vives de una forma que no se corresponde a lo que eres vas a acabar mal. Hay cosas que no podemos hacer con nosotros mismos y ahora las estamos dando por buenas porque las cree la mayoría, o las toleramos por el qué dirán, o no damos una respuesta en contra para no ser señalados. La cobardía tiene mucho que ver en la omisión.
Pero la clave está en el cariño por los demás, en la cordialidad; en la inteligencia, en el mejor de los sentidos. Hay que explicar que me siento hijo de Dios por la gracia de Dios, y que esto me ha cambiado la vida. Porque sé disfrutar de la alegría en el dolor, sé disfrutar del bien aunque yo mismo cometa cosas que no están bien…
Nos da una compostura que en el fondo nos lleva a la felicidad. También creo que tenemos una cosa muy exportable hoy: la esperanza, que no sólo tiene una raíz sobrenatural, sino muy humana.