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Cuando la ausencia de los hijos renueva la capacidad de donarse

GRANDMOTHER

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Aleteia Francés - publicado el 10/12/21

La salida de los hijos de la casa familiar puede ser dolorosa. El equilibrio en la relación de Jesús con sus padres nos enseña cómo esta ausencia puede ser una renovada apertura a la entrega

Recientemente, una madre me contó la dificultad que sintió cuando todos sus hijos se fueron de casa para valerse por sí mismos.

Ver a un hijo tras otro dejar el nido familiar después de décadas de presencia no es fácil, y aunque la pareja está feliz, la ausencia de repente pesa.

Claro que los vínculos quedan. A veces se ayuda con los nietos, una proximidad geográfica suaviza la partida,…

Pero de hecho ya no están y es un sufrimiento porque es una capacidad de amor que ya no podemos ejercitar a diario.

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Después está el sufrimiento indescriptible de los padres que han perdido uno o más hijos en su vida.

No existe una palabra para designar el estado de un padre que ha perdido a sus hijos, es para pensar…

Gran libertad

Los pasajes del evangelio que analizan la relación de Jesús con sus padres son instructivos.

Vemos mucha libertad en ambos lados. Libertad de acción y libertad de expresión: los padres de Jesús lo dejan con sus familiares durante tres días durante la peregrinación anual a Jerusalén cuando Jesús tenía 12 años (Lc 2, 42).

De adulto, Jesús no tiene miedo de decir “¿Quién es mi madre? ¿Quiénes son mis hermanos”. “Esta es mi madre y mis hermanos. El que hace la voluntad de Dios, es para mí un hermano, una hermana, una madre” (Mc 3, 33-35).

Y en las bodas de Caná: “Mujer, ¿qué quieres de mí?” Aún no ha llegado mi hora ”(Jn 2,4).

Tampoco hay rechazo de los padres ni vergüenza en su presencia: “Bajó con ellos y vino a Nazaret, y vivía sujeto a ellos” (Lc 2, 51).

Su madre estuvo con Él hasta su muerte y permaneció de pie al pie de la Cruz hasta el último suspiro.

María no es rechazada de su vida pública ni del grupo de los Doce hasta el punto de que se la confía a Juan en la última hora y a Juan a ella, cuando él no tenía ningún parentesco con Jesús.

Respeto inequívoco

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Este respeto y libertad se encuentran en todo el Evangelio en el trato de Cristo con los hombres y mujeres que encuentra.

No hay vergüenza en él ante los pobres, los lisiados, los leprosos ni ante ninguna de las enfermedades del cuerpo.

Tampoco hay vergüenza ante los recaudadores de impuestos, los paganos, las prostitutas y todas las enfermedades del alma.

Cuando la pecadora le lava los pies con sus cabellos, no hay rechazo a un gesto eminentemente ambiguo, como tampoco se discierne una complacencia malsana: discierne lo que hay en el corazón de esta mujer, que ella expresa como sabe sin dejar que una reacción instintiva prevalezca.

De manera más amplia, podemos discernir en Cristo una actitud justa y equilibrada sin ningún complejo de Edipo mal digerido o relaciones inadecuadas con los hombres y mujeres que lo rodean.

No hay misoginia en el lugar equivocado, ni actitudes ambiguas, seductoras o violentas.

Jesús es un modelo de equilibrio psicológico con respeto a los demás, de castidad en el sentido más amplio.

Abre tu capacidad de donación

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Esta contemplación de Cristo, un hombre equilibrado, hace reflexionar sobre las últimas palabras de Cristo y especialmente las que dirigió a su madre y a Juan en el momento de su muerte.

No porque los hijos hayan abandonado el hogar familiar la capacidad maternal o paterna ha desaparecido.

“Mujer, aquí está tu Hijo”: Él le da a su madre para que siga viviendo y ejerciendo su maternidad aunque él ya no esté allí. Y a través de Juan, María la ejercerá con toda la Iglesia.

Cuando los hijos abandonen el hogar paterno, quizás debas preguntarte cómo y con quién ejercitarás a partir de ahora esta capacidad de amor, educación y transmisión.

No se trata solo de “ocupar” porque no queda nada por hacer y aburrirse, sino de extender esa capacidad a los demás.

No se trata de un premio de consolación para compensar la ausencia, sino de un talento a desarrollar.

Muchas personas se ponen al servicio de la educación en capellanías, catecismo, escultismo, puericultura, tutorías,… cuando tienen tiempo después de la partida de sus hijos.

Así, aunque se mantengan los vínculos únicos e insustituibles con los propios hijos, esta ausencia abre una capacidad de dar, de educar, de transmitir.

Por el padre Pierre Vivarès

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