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Ante el humanismo impugnado, ¿por qué todavía hay quienes aman a sus hijos?

CARLOS DIAZ

carlosdiazhsinergia.org

Jaime Septién - publicado el 06/12/21

El filósofo español Carlos Díaz es de esa especie en peligro de extinción planetaria que, para decir algo esencial, no se para a sopesar lo políticamente correcto. Ni de él mismo, lo cual es una rareza en el mundo de los “egos revueltos”, ni de sus colegas, lo cual le ha granjeado sinnúmero de malquerientes.

Para Díaz, “el queso de la filosofía lo han ido devorando poco a poco diversas especies de ratones”. Y estos “ratones” son los que hoy estudian lo humano: “biólogos, médicos, fisicoquímicos, psicólogos, genetistas y demás familias, pero no los filósofos, que se han quedado sin el humo de las velas”. Todos, menos los filósofos, “parecen tener competencia sobre cuestiones como felicidad, libertad, amor, corporalidad, sentido de la vida, bueno y malo, más allá, justicia, alma, o antropología”.

A lo largo de los siglos son muchas las artes y los oficios que han corrido la misma suerte o desgracia que la de los filósofos. ¿Y si nos quedamos sin ustedes?

No soy de los que para distraer echan la culpa a los demás, pues el río del saber filosófico se ha quedado sin agua por agotamiento propio de sus fuentes y de sus fontaneros. Si hoy no estamos en Mesopotamia, sino en Anhidros, como dijera Tomás Moro, será porque los encargados del mantenimiento de las redes fluviales no nos hemos dedicado a ello con suficiente entusiasmo en los levantes de nuestras auroras. Pero tampoco somos los únicos responsables. Si ni los filósofos ni los gobernantes tenemos una imago hominis capaz de definir lo humano en general, quizá sea porque no éramos tan humanos como decíamos, o porque fuimos “demasiado humanos”.

¿Son como avestruces tratando de evitar los problemas escondiendo la cabeza?

En efecto, si no sabemos qué es el amor y lo sustituimos por el “poliamor”; si ignoramos en qué consista nuestro “género” universal y cada individuo agota su especie; si somos ratas y nuestra moralidad no trasciende el egoísmo genético; si los pobres son más pobres cada día y allá ellos; si niños y niñas de la calle al día siguiente ya no están porque se les han extraído los riñones o los corazones, si no hay compasión, pues entonces no hay problema. No hay problema para un ser humano que no es un ser humano.

Está claro que lo que se denomina ser humano ha pasado a ser una plaga para el planeta Tierra…

… y no es seguro que no termine exterminándolos vitalmente, pero la solución no es eliminar parte de la población, pues la que aún quedase continuaría con su misma saña destructiva; además, siempre quedarían los peores, los más dotados de capacidad demoledora y fagocitadora. En semejantes circunstancias, lo lógico y natural sería que no diéramos tanto la matraca con el agotamiento del planeta Tierra, o con la capacidad destructiva de los virus: al fin y al cabo la muerte e incluso la desaparición global de los humanos con un estatuto antropológico semejante al de las ratas no pasaría de ser una bonancible consunción cósmica: un puñado de ratas se han quedado sin su queso en un oscuro rincón de una galaxia periférica. En semejantes circunstancias, qué cosa tan patética el entierro del ratántropo rodeado por plañideras en un cementerio civil cantando la Oda a la alegría.

Se dice: “la vida no debería doler tanto a tantos”.

Sin embargo, por el mismo motivo también podríamos preguntarnos: ¿por qué no deberíamos sufrir más?, ¿a quién o a qué agradecer el sufrir menos pudiendo sufrir más?; si la vida es tan mala ¿por qué tanto aferrarse a ella soportando a veces horribles sufrimientos, antes que preferir la muerte? Aunque responder a tales preguntas nos llevaría muy lejos, sería muy necesario pensarlas.

CARLOS DIAZ

La identidad personal se ha convertido en una cosa cualquiera…

En efecto, si la identidad personal no existiera como tal, ¿por qué tanto ruido con cualquier peste?, ¿por qué no ver con ojos ecológicos que un nuevo Flautista de Hamelín llevase a las cloacas al ratántropo para desratizar a una especie tan depredadora?, ¿no valdría más un planeta vacío que otro infectado por la voraz ratonería?, ¿para qué tanta colonia si buscamos la salvación por medio del olor a rebaño?, ¿constituiría ese brillante regreso al planeta de los simios la culminación de la evolución de las especies?, ¿a la vista de la involución del homo sapiens al mono sapiens hubiera concluido Darwin su obra con un “paren un momento el planeta, que me bajo”?

¿Adiós a los filósofos, más aún, a los filósofos creyentes?

Por mucho que el filósofo le dé vueltas y más vueltas a su desvencijado magín, en semejantes circunstancias tampoco le resulta fácil explicar por qué algunas ratas humanas aman tanto a sus hijos o hijas, a menos que sea por instinto, pues ¿qué valor afectivo tendría la genética del instinto de la ratita presumida?, ¿no estaríamos exagerando, sobreactuando?

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