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Canadá: ¿Eutanasia para discapacitados y deprimidos? 

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Miguel Pastorino - publicado el 10/10/21

En los países donde se ha legalizado la eutanasia y el suicidio asistido hay una aplastante evidencia de que las causas de solicitud para acabar con la propia vida se amplían cada vez más. Comenzaron con enfermos terminales y hoy incluyen pacientes psiquiátricos, ancianos con demencia, y discapacitados

Los expertos en Derechos Humanos de la ONU, Claudia Mahler, Olivier De Schutter y Gerard Quinn, han expresado en enero de este año su alarma ante la creciente tendencia a promulgar leyes que permiten el acceso a la muerte médicamente asistida, basándose en gran medida en el hecho de tener una discapacidad o condiciones de discapacidad, incluso en la vejez.

La puerta siempre se abre para que pacientes con enfermedades psiquiátricas tuvieran el suicidio previsto, en lugar de prevenirlo. En Bélgica y los Países Bajos estos pacientes son entre 100 y 200 por año. 

Canadá: de opción a obligación. 

Canadá hizo públicas sus cifras y es el último país que legalizó la muerte voluntaria por enfermedades psiquiátricas, mediante el Proyecto C-7 que se convirtió en Ley en 2021, siguiendo el modelo de Bélgica y de los Países Bajos.

La ley actual eliminó la exclusión previa de quienes padecen enfermedades crónicas no terminales y permitió la eutanasia para quienes consideren que su sufrimiento psicológico o físico sea considerado intolerable. A comienzos del 2021 se argumentó en el senado algo paradójico: que no debía discriminarse a personas por discapacidad de poder acceder a un suicidio asistido o eutanasia. 

Contra esta Ley se han pronunciado varios psiquiatras canadienses y asociaciones en defensa de discapacitados porque les preocupa que personas con discapacidades que no tengan un adecuado acceso a tratamientos paliativos vean en la eutanasia la única alternativa económica a su sufrimiento, además del cambio cultural que esto implica en la valoración de una vida limitada o dependiente de cuidados. 

Lo que se presenta como una opción de libertad individual se convierte fácilmente en una obligación moral para no ser una carga social, en el desprecio por la propia vida. Muchos se preguntan ¿Por qué no es un derecho de todos el poder pedir que lo eliminen?

En realidad, lo que sucede es que lo declaran “derecho” solo para quienes sus vidas son consideradas menos valiosas, improductivas, dividiendo la sociedad en eutanasiables y no eutanasiables, en personas que no pueden ser eliminadas y otras que si, justamente las más necesitadas de cuidados. La presión social sobre los enfermos y personas con discapacidad crece a medida que se naturaliza la eliminación de personas “por causa de sufrimientos” o por considerar que lleva una “vida indigna”. 

Un caso reciente lo ilustra con claridad: Roger Foley, un hombre de 45 años con una enfermedad degenerativa que le mantiene hospitalizado y dependiente de cuidados, a quien se le ha negado la atención domiciliaria y se le ha presionado desde el centro médico para que pida una “muerte asistida”.

Pero el quiere vivir y afirma: “Mi vida ha sido devaluada. Se me ha coaccionado para que pida la muerte asistida mediante abusos, negligencias, falta de cuidados y amenazas”. Ha hecho una demanda judicial por el derecho a una “vida asistida”. La paradoja es que con estas leyes los enfermos deben luchar por el derecho a vivir. 

Un caso de 2019, también en Canadá, fue el de Alan Nichols, un hombre de 61 años que padecía una fuerte depresión y los médicos decidieron aplicarle la eutanasia “por su solicitud” que fue siempre dudosa. Los familiares sostienen que su muerte no era previsible, no apoyaban la decisión de los médicos.

Pero ante la duda, la razón la llevarán siempre los médicos cuando se ha legalizado la muerte en manos del personal de salud.

El certificado de defunción de Nichols incluía accidente cerebrovascular, trastorno convulsivo y fragilidad, como antecedentes a la eutanasia, cosa que la familia niega rotundamente. Su cuñada expresó a la prensa: “Alan no cumplía con los criterios, era capaz de hablar, comía, hablaba, iba al baño, estaba fuera de la cama, nos reíamos. Al mirarlo supe que todavía quería vivir. No estaba cerca del final de su vida”. Este caso cuando trascendió a la prensa dejó en evidencia la falta de claridad en la práctica sobre el discernimiento de los casos a los que se les practica la “muerte asistida”.  

Una preocupación legítima. 

Los defensores de los proyectos de eutanasia y suicidio asistido argumentan que es solo para casos excepcionales, que es una cuestión de libertad individual. Pero en los hechos, cuando se permite eliminar a un ser humano por su condición, no dejan de encontrar argumentos para eliminar a cada vez más gente a quien se convence que su vida no vale la pena.

En lugar de prevenir el suicidio, se lo termina promoviendo culturalmente como una opción que deberíamos apoyar. Este tipo de leyes en tan solo unos pocos años se presentan como urgencias en materia de derechos humanos, como si fuera un “nuevo derecho”, cuando en realidad es un retroceso en materia de derechos, una verdadera pérdida de derechos fundamentales y de garantías en la protección del derecho fundamental: la vida. 

En una sociedad narcisista, donde parecería que lo único importante es que cada uno tenga la libertad de hacer lo que quiera y mantenerse “productivo”, pero sin tener en cuenta que no todos gozan de las mismas posibilidades ni sus derechos se ven siempre reconocidos, se requiere una profunda reflexión sobre el valor de cada vida humana, es decir, sobre su dignidad.

Es preocupante que en una sociedad donde las personas aprenden que no vale lo que no es productivo, sientan ante los límites físicos o psicológicos, que no valen nada, que su vida no es “digna”, que vale menos. Una manera de ver la vida es también una manera de valorar la propia. Pero ¿acaso se pierde la dignidad por ser dependiente o por ser cuidado por otro? 

Ser más dependiente no nos hace menos humanos, ni menos dignos. Tenemos la experiencia de que cuando alguien incluso ha perdido su autonomía física y psicológica, podemos amarle, respetarle, valorarle por su dignidad de ser humano, independientemente de que sea o no consciente de nuestros cuidados, porque es amable por sí mismo, no por su estado o calidad de vida.

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