Asistí a la boda de la hija de una buena amiga, en la ceremonia civil y religiosa. En la solemnidad del momento pude escuchar las sentidas promesas de un compromiso de por vida por parte de los contrayentes. Luego, fui a la fiesta en la que los asistentes disfrutaron de un exquisito menú y alegrísima música en una pista de baile pletórica de alegría.
Mi amiga, como orgullosa madre, observaba muy complacida a los radiantes novios que departían derrochando alegría y simpatía, desbordados por su amor. Los veía con la actitud de quien ve un proyecto cuajado de ilusiones y la certeza de su cumplimento.
Eran jóvenes, bien educados, provenían de familias sanas y unidas, y habían tenido un noviazgo formal a la vista de todos.
Mas lo que puede y debe ser por lo naturalmente dado al varón y a la mujer para constituirse en unión, es siempre trascendido por la libertad para bien o para mal, en este caso fue para mal… pues a los dos años se habían separado.
Al enterarme, regresé en mi memoria al día de la boda y me pregunté… ¿qué fue lo que realmente vio mi amiga aquel día y vimos también quienes asistimos?
Una boda es como la luna, tiene dos caras, solo se observa una.
La cara que se puede ver es el acto por el que un varón y una mujer contraen matrimonio consintiendo por su libérrima voluntad en el compromiso de un amor debido en justicia, el cual admiten de viva voz ante la sociedad y el pueblo de Dios.
Fuimos testigos de ese consentimiento que es lo que verdaderamente causa el matrimonio: no lo dicho por un juez, un ministro religioso, o los papeles que se firman, tampoco las ceremonias civil o religiosa que tiene cada una su más profundo sentido.
Lo que vimos aquel día es que los contrayentes lo comenzaron solteros y lo terminaron casados en un matrimonio válido, que no podía en un momento, ser declarado nulo o inexistente.
La otra cara no visible fue que los novios al dar el sí que escuchamos, lo debieron hacer desde lo más profundo de su ser en una entrega plena y total de sí mismos, y una aceptación total del otro, que solo pueden hacer quienes se casan en un acto de profunda naturaleza personal.
Tan personal que ellos, y solo ellos, pueden establecer en ese momento un vínculo indisoluble por el que, uniendo su naturaleza masculina y femenina, corporal y espiritual, por la que se convierten en un solo espíritu y una sola carne.
Es por eso que son los novios los únicos que se pueden casar y hacerlo por sí mismos, por lo que no es algo que puedan hacer a distancia, es decir, delegándolo protocolariamente al más honorable representante, por muy excusables que fuesen las circunstancias.
Luego la luna de miel y después la realidad de la vida matrimonial.
Por tanto, una cara es el consentimiento, y la otra, el vínculo matrimonial que establecieron real y verdaderamente desde su ser, para ser unión, y vivir en lo próspero y en lo adverso en la salud y en la enfermedad, todos los días de la vida.
En aquella boda la fuerza del consentimiento fue tan débil como débil fue el vínculo, sin embargo, enteramente válidos.
Válidos, porque por endebles que hayan sido, contenían en potencia, y como deber- ser, la comunidad de vida y amor en total plenitud… por eso es indisoluble.
Por eso, las razones de quienes fracasan en la vida matrimonial, son siempre malas razones.
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