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¿Estoy usando pandemia para dejar de esforzarme?

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Andrey Zhorov | Shutterstock

Carlos Padilla Esteban - publicado el 22/07/21

He aprendido a vivir acomodado, relajado, escondido en mi cueva, y soy indulgente conmigo mismo mientras sigo exigiendo a los demás

No quiero poner la pandemia como excusa cuando no he logrado lo que deseaba. Es una buena excusa, sin duda.

El confinamiento, el bloqueo de la economía, el miedo justificado a la enfermedad. Lentamente me siento más libre que antes, o más cómodo.

Puedo hacer más cosas sin dejar de hacer lo que quiero. Pero a veces pienso que la pandemia me sirve de excusa para no moverme.

Si no rezo tanto como antes es por la pandemia. Si no cuido a mis amigos y familiares que están lejos es por la pandemia.

Si no me preocupo más del que más necesita es por la pandemia. Si no he mejorado mis relaciones personales será por la pandemia.

Si mi trabajo no mejora y siento que no avanzo ni crezco, la pandemia tiene la culpa. Si en el estudio no noto avances y no aprendo, la pandemia es responsable.

La pandemia es una buena excusa. Evita que me esfuerce. Y así aprendo a vivir acomodado, relajado, escondido en mi cueva, y feliz porque así todo parece más fácil.

No participo en las reuniones por la pandemia. No salgo de casa por lo mismo. Y la vida se me escapa entre los dedos sin que me dé cuenta.

Excusas para justificarme me alejan de los demás

Tal vez es que no logro entender que de nada valen las excusas cuando las cosas no salen como yo quiero.

Y desde pequeño me inventaba muchas excusas para no hacer lo que no quería, para justificar mi pereza, para darle un sentido a mis desvaríos y fracasos.

Justifico lo injustificable y miro con benevolencia mis actitudes egoístas y rígidas. La excusa me vale para seguir siendo como soy sin buscar cambios.

Algo siempre justifica mis actitudes, mi forma de actuar en el mundo.

Y no acepto a los que no son como yo. A los que pecan públicamente. A los que no entran por la misma puerta de la justicia que a mí me alegra el alma.

Yo cumplo, muchos incumplen. Y entonces discrimino y juzgo.

Acogida y misericordia

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Así no era Jesús. No se justificaba y no excluía. Decía Juan Antonio Pagola:

“Jesús rompe el círculo de discriminación. Todos son acogidos. Pone a todos, justos y pecadores, ante el misterio de la misericordia de Dios. Solo quedan excluidos los que no lo acogen. Es una Iglesia acogedora que elimina prejuicios y rompe fronteras”.

Quisiera tener un corazón más grande y acogedor. Mirar con misericordia.

Me justifico a mí fácilmente. Y a otros con más dificultad. Los condeno en su pecado y me alejo de ellos, porque no están en gracia, no son buenos, no viven cerca de Dios.

Me da miedo ese pecado que me puede hacer daño. No justifico a los demás, pero conmigo sí soy indulgente.

Con ellos inmisericorde. Han pecado, lo digo abiertamente. Y pienso que si los miro con misericordia estoy justificando su pecado o dando valor a su forma de vida que yo no apruebo.

Jesús perdonó al pecador y nunca dejó de condenar el pecado. Pero fue misericordioso y comió con todos. También con aquellos que aún no cambiaban de vida y su pecado aún no era pasado.

Escala de grises

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Es difícil. ¿Dónde me encuentro al enfrentar los grandes desafíos que me plantea este mundo?

Si condeno al pecador, parece que soy un rígido sin misericordia. Si lo perdono y lo trato con misericordia, ven en mí a un blando indulgente que todo lo tolera y acepta el pecado como forma de vida.

Las cosas no son blancas o negras. No todo es sí o es no. De repente me veo entre matices que me intranquilizan la conciencia.

Si me pongo de un lado condeno. Si me voy al otro perdono. Si me quedo en medio me angustio.

¿Quién soy yo para juzgar el corazón de las personas? Veo caras, no corazones. Veo actitudes, pero desconozco su historia. Y juzgo con rapidez pretendiendo ser Dios.

Yo no soy juez

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No quiero vivir condenando o salvando. Mirando a ver dónde se esconde el pecado de los demás.

No quiero ser un juez que vive diciendo lo que está perfecto, lo que está mal y lo que está más o menos bien. No siento que sea mi vocación, ni mi camino de vida.

Dios sabe más que yo. Mira mi corazón cada noche, cuando llego cansado a su presencia y me dice que me ama.

No analiza cada uno de mis errores. No pide que explique por qué he actuado de una determinada manera.

Me mira, me abraza y me invita a llevar su misericordia al mundo. Porque es esa mirada suya la que salva el corazón de los hombres.

Luz en la oscuridad

WOMAN, PRAY, CHURCH

Quizás esta actitud mía crea inseguridad cuando lo que uno busca son certezas absolutas y respuestas claras.

Nada de claroscuros y matices. Mejor decir lo que está claramente mal. Y lo que está totalmente bien. Así no hay dudas.

Pero miro a Jesús y siento que Él me pide que le busque en medio de la noche. Que descubra su bondad en medio de los actos malos de hombres que un día quisieron ser buenos.

Que lo intente encontrar en medio de acciones que parecen ir contra la verdad y crean inquietud en los corazones nobles.

Y me dice que me detenga ante cada persona. La mire a los ojos y escuche su vida. No me pide que la condene. Tampoco que la salve. Porque es Él el que hace todo eso.

Yo sólo quiero ser su reflejo imperfecto en medio de los hombres. Sólo eso, una verdad lanzada al viento en medio de la noche.

Y un canto de esperanza cuando aparentemente se ha ocultado la luz ante mis ojos.

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