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Miro el pasado con nostalgia y quiero olvidarlo, o recordarlo. Depende de lo ocurrido, ya sea malo o bueno.
Lo que he amado lo recuerdo deseándolo. Lo que he perdido me duele en las entrañas. Y añoro lo que he tenido apegado al corazón.
Y entonces yo decido lo que hago. Puedo vivir apegado al pasado con melancolía, lamentando los errores, llorando las ausencias, sintiéndome triste sólo por lo que ya no es y nunca será.
La realidad siempre es una y mi forma de aproximarme a ella es diferente.
Hay cosas que con el tiempo tienen más luz. Paisajes más bellos, conversaciones más perfectas, amores más hondos.
Y al revés. Mi mirada puede volver gris el mismo arco iris. Depende de mi mirada sobre lo ocurrido.
No siempre coincide lo que veo con lo que hay. Es curioso. La realidad es un dato objetivo pero mi forma de percibirla e interpretarla es subjetiva.
Un mismo acontecimiento despierta emociones muy diferentes. Puede despertar la ira y la rabia o la indiferencia y la pasividad. Depende de mí, de mi alma, de mi estado de ánimo.
Las aguas de mi interior hacen que el eco de lo sucedido tenga mayor o menor peso. Es así en la vida.
Puede que mi intención fuera una determinada. Pero el efecto que causó lo que hice es impredecible. Resuena en el alma de otra persona con una fuerza que no imaginaba.
El eco de mi voz puede producir dolor, rabia, paz, alegría.
No sé muy bien lo que mis palabras despiertan, ni mis gritos, ni mis silencios. Crean una realidad nueva, algo escondida porque sucede en el interior de cada uno. Y esa realidad subjetiva, percibida, tiene una fuerza inaudita.
Puedo intentar cambiar lo vivido. Puedo desearlo, pero ya no es posible. La piedra lanzada en las aguas tranquilas de un lago despierta ondas que atraviesan toda su extensión. No es controlable.
Yo pude no haber lanzado la piedra. Sin juzgar la intención al hacerlo el efecto de la piedra deja un eco hondo en mi alma.
Mi pasado con el tiempo pierde precisión, pero no deja de tener su peso. Y el eco que he guardado en la memoria afectiva es el que se impone con el paso de los años.
La tristeza, la felicidad, el rencor, la alegría. Sentimientos que guardo dentro para no olvidarme.
Ya no puedo volver otra vez a aquel momento. Es parte ya de mi vida. No hubo mala intención, ni siquiera quise provocar lo que luego fue. Pero la piedra no puede volver a la mano.
Por eso importa tanto mirar hacia atrás para agradecer, no para llorar.
Porque todo, bueno o malo, es motivo suficiente para mirar a Dios agradecido.
Él sabe lo que hace con mi vida y lo que mis actos pueden provocar en otros.
No por haber herido una vez con palabras estoy condenado a callar para siempre.
No por haber sido impulsivo un día tengo que aguardar paciente ahora sin hacer nada. Aprendo de todo, pero no dejo de ser yo mismo y mirar hacia delante.
Todo es susceptible de ser mejorado. Mi vida, mi alma, mi amor, mi entrega.
Y también puede todo ir peor si no enmiendo el rumbo. Si me conformo con decir que no puedo hacer nada, que las cosas son así, que no voy a cambiar nunca.
El conformismo mata la vida. Y el futuro es siempre una opción abierta ante mis ojos.
Puedo ser mejor, puedo volver a empezar. Es lo que cree Dios al ver mi vida. Dice la Biblia:
Dios cree en mí más que yo mismo. Sobre todo, en esos momentos en los que lamento mi pasado y no sé cómo volver a construir una casa desde los cimientos caídos. Cuando veo el desierto en mi vida y creo que no he hecho nada bien.
No es verdad que no haya hecho nada bien. No todo lo hago mal. Y tampoco todo bien. La vida no es perfecta. Hay una mezcla de aciertos y desaciertos.
Dios vuelve a creer en mí, corta una rama y la planta en la tierra, en lo alto de un monte, esperando. Y su espera da fruto.
Como mi espera cuando decido que quiero empezar desde las cenizas. Desde los restos de mi vida consumida en la tierra.
Miro hacia atrás conmovido y agradecido. Sueño con un futuro que aún no empieza. Mi presente es futuro y pasado al mismo tiempo.
Sujeto por un hilo fino que es mi impulso tenaz por plasmar la vida con mi entrega.