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Por desgracia, en los últimos tiempos, de la hermosa ciudad amazónica de Manaos tan solo llegaban imágenes de muerte y de desesperación debido a las tremendas consecuencias que el COVID-19 ha desatado entre la población, hasta el punto de que hay una variante del coronavirus que se conoce como “la variante de Manaos”.
La capital del Amazonas brasileño ha ido recuperando progresivamente la calma tras la devastadora ola de principios de año y, si Dios quiere, dentro de no mucho podrá volver a recibir turistas y visitantes que podrán disfrutar de un monumento único. Porque Manaos alberga un majestuoso teatro de la ópera que data de finales del siglo XIX.
Fue inaugurado el 31 de diciembre de 1896, 15 años después de la primera propuesta para su construcción. El edificio fue diseñado por el arquitecto italiano Celestial Sacardim quien intentó que el teatro se asemejara al Palais Garnier de París.
Cuenta con 700 asientos y para su construcción no se escatimaron esfuerzos ni recursos. Salvo la madera, que es de origen local, todos los materiales se importaron desde Europa: mobiliario de estilo Luis XV, mármol y cristal italiano, azulejos franceses, acero escocés… Sus 198 lámparas se trajeron desde Italia y 32 de ellas están hechas de cristal de Murano. No faltan los símbolos amazónicos en la decoración. El telón representa la confluencia del Río Negro y el Río Solimoes en la figura de la diosa amazónica Iara, la diosa de las aguas.
Para la construcción del teatro se aplicó la última tecnología disponible con el fin de obtener la mejor de las acústicas. Y no solo eso. Se instaló uno de los primeros sistemas de “aire acondicionado” dado que las temperaturas en la ciudad son muy altas, así como la humedad. Los vestuarios de las óperas y la moda de la época hacían necesaria una constante ventilación para no desfallecer por el calor dentro del edificio.
El teatro es un tesoro arquitectónico que refleja una época de gran esplendor económico y supone un intento por replicar el gusto cultural europeo en el corazón del Amazonas. Manaos fue la primera ciudad brasileña en disponer de tranvía y la segunda donde se instaló el alumbrado eléctrico. Durante años, adoptó un aspecto prácticamente parisino y sus calles se vieron cuajadas de opulentas mansiones. Por eso, la floreciente clase burguesa necesitaba una ópera de estilo europeo.
La leyenda dice que el tenor más importante del siglo XIX, Enrico Caruso, cantó en la primera representación que acogió el teatro. Es más, se dice que incluso los barones caucheros mandaron construir el teatro para que Caruso actuara allí. Lo cierto es que en sus dos primeras décadas de vida, la ópera atrajo a artistas de toda Europa y también ayudó a alimentar el talento brasileño. En su salón de baile hay un busto de Carlos Gomes, el primer compositor de América Latina que triunfó en Europa.
Sin embargo, la Belle Epoque de Manaos terminó como lo hizo en Europa. El caucho dejó de dar dinero, comenzó la decadencia de la ciudad y el teatro se vio obligado a cerrar en 1924. Desde entonces, el edificio ha pasado por distintas vicisitudes. Durante más de 70 años no albergó una sola actuación, pero no fue abandonado. A lo largo de todo ese tiempo fue sometido a distintos arreglos y restauraciones. Tras su reapertura en los años 90 ha funcionado acogiendo festivales, conciertos de todo tipo y, por supuesto, ópera.
Entre las bambalinas de la construcción de este teatro se esconde una tragedia, el llamado “genocidio cauchero” o “genocidio del Putumayo” perpetrado a finales del siglo XIX y principios del XX. La selva amazónica era rica en caucho, material que se exportaba a diario a toneladas con destino a Europa.
Para extraer el caucho de los árboles, fueron esclavizados miles de indígenas, obligados en contra de su voluntad a trabajar muchas veces hasta la muerte para obtener el caucho. A algunos les obligaban a extraer hasta 50 kilos al día bajo pena de castigo físico si no lo lograban.
Se trata de un oscuro episodio que siguen denunciando muchos pueblos indígenas, algunos prácticamente diezmados tras aquella atroz explotación. No está claro cuántas personas pudieron perecer a causa del trabajo extenuante o de las torturas, pero podrían ser entre 50.000 y 250.000.