– ¡Largo de mi vista que quiero terminar mis días como a mí me dé la gana, y eso, a nadie le importa! – Me espetó de pronto el anciano al que yo atendía por depresión.
Desconcertada, sintiéndome sin recursos, lo comenté con doña Adelita, una enfermera con años de experiencia.
– Permítame que yo lo atienda solo por un tiempo – me dijo con una amable sonrisa.
– Acepté pensando en el menudo problema que enfrentaría, y muy intrigada por la actitud de confianza con que me lo había pedido.
Luego de unos días, desde cierta distancia observé que el paciente comenzó a serenarse y comunicarse amablemente, mientras que doña Adelita le recordaba a las claras, ciertos deberes.
¿Qué misteriosa y eficaz terapia había causado tales cambios?
Fue entonces que, entrevistándome con la directora de la institución, me dijo: – Se lo que está pensando, y creo poder explicarle la razón del cambio en su paciente.
– Por supuesto que me gustaría escucharla– le respondí con mucho interés.
– Con cierta frecuencia los ancianos ingresan con agudos cuadros de depresión o con difíciles comportamientos, siendo entonces atendidos con diferentes actitudes, algunas muy útiles, otras inconvenientes. Sin embargo, quienes tenemos ya años de experiencia, hemos aprendido a distinguirlas, y entonces hacemos lo posible por corregir lo que no funciona. Tales son:
Se trata de una actitud eficiente donde la comida, la medicina, el cambio de sabanas y demás servicios, son atenciones frías y distantes, por lo que los asilados suponen, que quien atiende, solo está cumpliendo por obligación una labor que les deja una remuneración, pero que en el fondo no le agrada del todo.
Un trato así no ofrece calor humano y lo sienten despectivo, por lo que la vulnerabilidad emocional de los ancianos se acrecienta, y se encierran aún más en sí mismos.
Con esta actitud de cierto sentimentalismo, un profesional en realidad no se está implicando en una relación personal con los asilados, mismos que consideran que les ofrecen su lastima desde una posición de superioridad, percibiendo, además, que los atienden a pesar de que no los quieren, con un afecto obligado o por sentirse bien consigo mismos.
Es como si les dijeran que es tan pobre su condición, que solo pueden inspirar tal sentimiento, algo que no los sustrae de su soledad afectiva, ni es útil para ayudarlos a recuperar su dignidad.
Y los ancianos siguen plegados sobre si mismos.
Es la mejor actitud de que quienes aquí laboran, respondiendo a una vocación por la que sienten predilección por los más necesitados, de tal forma que hacen propias las miserias personales de los que atienden.
Eso les permite identificarse afectivamente con ellos, acompañándolos en sus sentimientos de alegría, dolor y angustia, mientras que son capaces de seguir el curso normal de sus propias vidas.
Es así porque logran conjugar un amor misericordioso con su propia fortaleza, yo lo llamaría, un talento divino.
Un amor por el que tratan a cada anciano de manera diferente, mientras le tienen paciencia en sus enfermedades, mal carácter y altibajos emocionales, sin ceder en que se reconozca como una persona a la que se le puede comprender y querer, pero también, y muy importante… exigir.
Y es precisamente cuando al responder a las exigencias, que desde su vulnerabilidad comienzan a recuperar su autoestima, y cierta autonomía, permitiéndoles sentirse nuevamente útiles, llegando a prestar desde un modesto servicio a la institución, o hasta los más valioso que pueden dar a sus compañeros… su amorosa compañía.
Tras esta charla quedé convencida de que, al margen de toda ciencia sobre la salud y la psicología, había recibido la lección más profunda sobre la verdad del ser humano, que solo puede provenir de un corazón misericordioso.
Una verdad en la que la persona según los planes de Dios, es siempre un proyecto inacabado hasta el último día de su vida.
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