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La trilogía orwelliana 3: 1984, El último hombre

ORWELL

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Manuel Ballester - publicado el 16/04/21 - actualizado el 08/06/23

Escrita en 1948 (el título invierte las dos últimas cifras) muestra cómo es la vida en una sociedad socialista consolidada

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En las entradas precedentes hemos visto lo que Orwell descubre en torno al totalitarismo de nuestro tiempo.

Al hilo de su participación en la guerra de España, en Homenaje a Cataluña (1938) muestra que el socialismo es un sistema de difusión del odio mediante la mentira. Frente a ese sistema sólo la experiencia descubre la verdad y sólo la dignidad se superpone al odio.

En segundo lugar, Animal Farm sigue la revolución socialista en Rusia y muestra la estrategia típica de los países que han caído bajo la dominación totalitaria: construcción de un enemigo al que culpar de todos los males, control de la educación, dominio de los medios de comunicación y, finalmente, contención de los descontentos mediante reeducación o por la fuerza, purgas, gulags y métodos similares.

El empobrecimiento y los crímenes contra la humanidad que tales países han soportado son prueba de una brutalidad inédita en la historia de la humanidad. Rebelión en la granja acaba con la sorpresa, el estupor de constatar que nada ha mejorado para la población y que los cerdos, que los movilizaron, se han convertido en algo mucho peor que los antiguos amos, si es que había antiguos amos porque ya ni memoria propia le queda al pueblo bajo el socialismo. No plantea salida. Sólo estupor.

En la presente entrada nos referiremos a 1984. Es, quizá, la más sobria, cruda y conocida de todas. Escrita en 1948 (el título invierte las dos últimas cifras) muestra cómo es la vida en una sociedad socialista consolidada.

En ese momento (1948), con la denominación de «república popular», «disfrutan» oficialmente del paraíso socialista Rumanía, Polonia, Checoslovaquia, Albania, Yugoslavia, Corea del Norte y Mongolia. Orwell no podía adivinar, por ejemplo, que en 1961 se construiría en Berlín lo que en el lenguaje políticamente correcto (Neolengua) se denominó «Muro de Protección Antifascista» (Antifaschistischer Schutzwall) o, en lenguaje libre, «Muro de la Vergüenza» (Schandmauer).

No podía adivinar, pero ya conocía los principios en los que se asienta esa ideología antihumana y, por tanto, pudo mostrar el alma del hombre bajo el socialismo que experimentó y criticó Juan Pablo II, que no otra cosa es 1984.

Cuando el protagonista de la novela está siendo torturado, oye algo muy radical: «Eres el último hombre […]. Eres el guardián del espíritu humano». De modo que, si mi interpretación es correcta, Orwell pretende describir el intento de liquidación de lo que significa Occidente, una idea de humanidad que bebe de Atenas y Jerusalén.

La historia es conocida. Muestra la vida bajo el INGSOC (Socialismo inglés, en Neolengua), vida que es una red de mentiras en las que nadie cree pero que nadie osa criticar. La mentira queda de manifiesto a cada paso. El nombre de los grandes ministerios expresa exactamente lo contrario: El Ministerio de la Verdad se ocupa de reescribir la historia generando así lo que los gobiernos orwellianos actuales denominan memoria histórica o memoria democrática; el Ministerio de la Paz se ocupa de la guerra; el Ministerio de la Abundancia de la gestión de la miseria; del Ministerio del Amor sabemos desde el principio que «era terrorífico».

«Los principios sagrados del Ingsoc. Neolengua, doblepensar y mutabilidad del pasado» se concretan en una manipulación y vigilancia constante y consciente; en el impulso del fanatismo (mediante el fomento de tiempos diarios dedicados a sentir y manifestar odio); en la omnipresencia del Gran Hermano y del gran Enemigo de la Revolución: Goldstein, con los que se inducen amor y temor, apego y odio, respectivamente; y un largo etcétera.

En definitiva, hay en la obra una minuciosa disección de múltiples aspectos que derivan de los principios del socialismo y que pudren la vida personal y social en la actualidad de múltiples países. No voy a insistir en esa línea, que es sobradamente conocida.

Señala Hannah Arent en Los orígenes del totalitarismo que la teoría y la práctica totalitarias tanto del nacionalsocialismo como del comunismo sólo son posibles porque aparece un nuevo tipo de hombre, aquel que es susceptible de ser sometido por ese tipo de gobierno. Aparece el populacho, el hombre-masa, la muchedumbre (la foule, en terminología de Le Bon) como categoría.

Sugiero que miremos la novela desde esa óptica. Sigamos desde el principio los pasos de Winston, el protagonista. Asistimos a su día a día, que es el de cualquier otro, y que se caracteriza por el «aislamiento casi hermético en el que cada uno tenía que vivir». Una mirada superficial puede encontrar contradictorio el auge simultáneo del individualismo y de los planteamientos socialistas. Todo lo contrario: sólo cuando el individuo está aislado puede ser integrado y dirigido en masa.

Winston vive solo. Sus vecinos, los Parsons, tienen dos hijos. Sorprendemos la «mirada de terror y desamparo de la señora Parsons» ante sus hijos «pequeños salvajes ingobernables». Los niños en ese régimen son unos déspotas hasta el punto de que es «casi normal que personas de más de treinta años les tuvieran un miedo cerval a sus hijos». Los niños (futuros ciudadanos) viven como reyes absolutos que someten a sus padres y a cualquier adulto y, al mismo tiempo, como siervos sumisos respecto al Partido.

Parte del terror de los adultos estriba, precisamente, en que los niños son conscientes de su tarea y su poder: denunciar cualquier palabra, gesto o sueño que pueda ser interpretado como crítica al Partido. Y esas denuncias son siempre tomadas en consideración. Siempre acaban con la desaparición del denunciado. Lo que para los niños es un juego, para los adultos significa la muerte.

Los niños son introducidos lúdicamente en la dinámica social que sustenta el Partido. Las instituciones que guían la educación de los niños consiguen que adoren «el partido y todo lo que se relaciona con él. Las canciones, los desfiles, las pancartas, las excursiones colectivas, la instrucción militar infantil con fusiles de juguete, los eslóganes gritados por doquier, la adoración al Gran Hermano…, todo ello era para los niños un estupendo juego.

Toda su ferocidad revertía hacia fuera, contra los enemigos del Estado, contra los extranjeros, los traidores, saboteadores y criminales del pensamiento». No hay semana en que «alguna viborilla –la denominación oficial era “heroico niño”- haya denunciado a sus padres».

Esa educación erradica la confianza, la grandeza de vivir en familia amando y sintiendo afecto. Y es eso es lo que nos hace humanos. La confianza en los padres constituye la familia, nos introduce en un modo de ver el mundo y modo de ser persona que vertebra nuestra personalidad como seres amados incondicionalmente.

Esa vía es la que constituye interioridades sanas. No individuos aislados, sino personas ligadas a otras personas.

Sobre esto se apoya el socialismo: temor de padres e hijos, des-confianza respecto a los demás y, por tanto, aislamiento. A esos seres aislados se les adoctrina sobreestimulando las pasiones: amor al gran hermano y odio a todo lo que cuestione ese orden. Se incrementa el aislamiento y embrutecimiento mediante la producción programada de material para los “proles”. Es la sección Pornosec.

La sexualidad impulsada por la pornografía: una gimnasia orgiástica con la máxima satisfacción para el ejercitante y ninguna conexión, relación, comunicación, apertura, confianza con el otro gimnasta.

El peligro para la civilización, para la humanidad, es serio. Tanto que podríamos retroceder a la barbarie. También podríamos vencer. Nada es necesario.

Pero si superamos este momento será reforzando lo que nos humaniza. Con rigor intelectual que busca y venera la verdad; con rectitud moral que acepta el bien; y con apertura agradecida ante la belleza. Impulsando familias y comunidades afectivas que abran el espacio que precisa la libertad que nos constituye. Sólo así surgirán las condiciones para que maduren personas capaces de vibrar con la verdad, el bien y la belleza.

Lo dejó dicho Dostoievski: estamos en una edad de la humanidad en la que sólo la belleza salvará al mundo.

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