El tiempo que entregamos al teléfono móvil podemos estar quitándoselo a Dios y a los demás. Ponerle freno me ayudó.
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Hace seis semanas, durante una Adoración, le pregunté al Señor cómo podía tener más intimidad con Él. La pregunta era directa. La respuesta también lo fue. En mi corazón nació la certeza de que debía eliminar -al menos, por un tiempo- las aplicaciones de redes sociales que tenía instaladas en el móvil. Así que salí de aquella iglesia con la determinación de hacerlo.
Al llegar a casa, borré definitivamente la cuenta de Facebook que tenía desde tiempos inmemoriales y quité del móvil tanto la aplicación de Twitter como la de Instagram.
El instinto de “echar un vistazo”
Los efectos de esta decisión no se hicieron esperar. Durante los primeros días, tras eliminar las aplicaciones, cogía el móvil sin pensar para “echar un vistazo” y, después de deambular por la pantalla durante unos segundos, me daba cuenta de que ya no tenía nada que mirar allí. Ese “ir a ver algo” era un movimiento que ya tenía automatizado y que repetía sin apenas darme cuenta en determinadas situaciones diarias.
Cualquier momento muerto, por breve que sea, puede ocuparse dándose una vuelta por las últimas stories de Instagram o por las novedades tuiteras del timeline. Unos minutos esperando al ascensor o en la puerta del colegio, el rato de dar el pecho al bebé, esa última consulta antes de irse a dormir o incluso los seis minutos que tarda en hacerse el arroz blanco en la olla rápida pueden convertirse fácilmente en media hora perdida haciendo scroll infinito.
Con el paso de los días, y a la vez que me iba deshabituando de esa consulta continua y automática, un tiempo nuevo se abrió ante mí. Ya no lo llenaba con ese gas de las redes sociales que todo lo invade, así que podía empezar a ocuparlo yo de forma intencional. El tiempo se expande e incluso se ralentiza cuando el móvil deja de ocupar los espacios en blanco.
Orad sin cesar
El primer fruto -que era el buscado inicialmente- fue sin duda darme más a la oración. Ese “orad sin cesar” al que insta san Pablo es más factible cuando no estamos inmersos en el ruido permanente de los mensajes (la mayoría insustanciales) que nos llegan a través del móvil. Y es que lo que empieza con un “voy a mirar un momento el WhatsApp antes de ponerme a rezar” acaba en una concatenación de distracciones que terminan por dilapidar el único y precioso tiempo que teníamos para la oración.
Además, no siempre es necesario disponer de un largo rato para rezar. Si cada consulta al dispositivo lo sustituyéramos, por ejemplo, por esa oración del corazón que propone El peregrino ruso (“Jesús, ten piedad de mí”) nuestra vida experimentaría sin duda una unión mucho mayor con el Señor. ¿Cuántas veces he consultado hoy el teléfono móvil: 20, 60, 90…?
Ser conscientes del aquí y del ahora
Levantar la mirada y soltarnos de esas redes nos permite ser más conscientes del momento presente que vivimos junto a las personas que tenemos cerca. Esa es la única manera de degustar este hermoso momento en el que amamanto a mi pequeño, de escuchar sin prisa lo que mi hija me cuenta del colegio sin sentir que me interrumpe, o de dar conversación a mi marido en el coche sin sacar automáticamente el móvil tras abrocharme el cinturón.
Hemos ampliado hasta tal punto nuestra red de contactos (seguidores y seguidos) que ocuparnos de atenderla conlleva, en cierta medida, desatender a los que comparten el mismo espacio con nosotros. Por eso, salir de la virtualidad de la vida de los otros para introducirme de nuevo en la realidad de la mía es crucial para entrar en comunión con las personas que de verdad quiero y me necesitan.
Dejar de compararse
Todo esto sin hablar de la continua tentación de compararse con los demás. Centrarse en la propia vida en vez de ser espectador de la ajena es, sin duda, un antídoto contra la envidia y un acicate para el agradecimiento. Probablemente nuestro día a día sea menos fascinante que el de una influencer o nuestra cara luzca mucho más arrugada y ojerosa que su deslumbrante semblante. Pero nuestra vida es un don enorme que solo podemos apreciar quitándonos de encima las lentes de la permanente comparación.
La cuestión no es si las redes sociales son buenas o malas. Podríamos hacer un largo alegato para defender tanto una postura como la contraria. Lo que está claro es que, con o sin redes sociales, hay momentos en los que necesitamos eliminar ruido de nuestra vida. No el ruido de niños jugando y armando jaleo en casa, no; sino esa clase de ruido que surge de nuestro interior, que invade nuestra vida diaria, nos dispersa y nos aleja no solo de Dios sino de aquellos que tenemos más cerca.
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