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Limpieza interior: cómo lograrla

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 15/02/21

El amor puro pone al otro en primer lugar, sólo Dios es capaz de conseguir eso

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Lo primero en la vida es ser capaz de reconocer la debilidad, el pecado, la impureza. Quiero ser consciente de mi indignidad. Y sintiéndome débil acercarme a Jesús y suplicar misericordia.

No sé bien por qué cuando peco, cuando caigo en mi fragilidad, me alejo de Dios. Me avergüenzo de mi pobreza y me escondo. Como si no pudiera verme.

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Quisiera ser como el leproso del Evangelio que se acerca al que puede curarlo. Es un milagro esa audacia. Tengo que ser muy humilde para acercarme. Y también muy humilde para reconocer mi culpa en muchas de las cosas que hago y no me resultan.

Quizás la culpa no venga rápidamente al alma. Miro al que está junto a mí y lo culpo de lo que yo no hago o hago mal. Busco excusas. Me lamento inculpando a otros, buscando responsables. Y así eludo la responsabilidad. Yo no he sido. Yo no soy el que merece la reprobación.

Quiero abrir el alma y reconocer mi pecado. Y al hacerlo, no huir, no esconderme. Quiero que una vez que me sienta culpable e impuro brote de mi corazón la súplica, que Jesús me limpie por dentro, en lo más hondo.

¿Será que Dios no quiere la pureza?

Si Jesús quiere, si esa es su voluntad, puede hacerlo. Yo le dejo, no me alejo, no cierro la puerta, abro el alma.

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Pero sólo si Él quiere, porque Él tiene el poder para limpiar mi vida. Puede acabar con el mal que me habita, con la muerte que me mata, con las heridas que supuran y amargan, con el dolor que me hiere en lo hondo, con la enfermedad que acaba con mis días, con la pandemia que me llena de miedos, con la mala suerte que me hace perder lo que ya poseía, con las derrotas y los fracasos que me recuerdan que sólo soy un hombre.

¿Por qué no actúa ese Dios en el que creo y al que suplico? Tal vez no quiera limpiarme y acabar con ese mal que me acecha por todas partes.

Tengo miedo. Me asusta que no quiera hacerlo y siga su camino sin detenerse ante mí que soy un leproso.

Si Dios quiere mi bien, hará todo lo posible para que acabe mi mal. Si Él quiere. Esa frase resuena dentro de mí y puede confundirme.

¿Será acaso que no quiere Dios acabar con las muertes en esta pandemia? ¿Será que no quiere que viva en paz y tranquilo como hace poco más de un año? ¿Es su querer que viva lo que ahora vivo y sufro? ¿Cómo puedo saber lo que realmente quiere Dios?




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Mis deseos

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Él me habla al corazón y despierta mis deseos. ¿Qué es lo que yo deseo? Lo tengo claro. Quiero la vida, la paz, la salud, la prosperidad, el amor que recibo, el amor que doy.

También vencer en todas mis luchas, vivir con pasión la vida que me toca vivir cada segundo, sin lamentarme por el pasado ya ido.

Quiero la prosperidad de mis empresas, el éxito de mis hijos en sus sueños y que logren ver la luz todos los proyectos que incubo dentro del alma. Sueño con una vida más plena y más logros de los alcanzados.

Entonces, si esos son mis deseos, lo que yo quiero, ¿qué quiere Dios? ¿Acaso no sé pedir lo que me conviene? En pedir nunca hay engaño. Le digo muy quedo a Jesús la frase del leproso:

Si quieres, puedes limpiarme 

Limpieza

Vivo un tiempo en el que me limpio las manos para evitar el contagio. La limpieza es un don que sueño y deseo. Quiero estar limpio. Que mi mundo esté limpio, sin suciedad, sin olores. Quiero que esté pulcro todo lo que toco.

HANDS
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Dios también limpia mi vida con su paso, con su voz, con su mano.  Una persona decía:

«En medio de mi enfermedad Dios ha limpiado la mirada y ahora veo todo con más belleza».

Puede que mi mirada esté sucia y vea sólo malas intenciones en los demás, se detenga en el pecado que observa y no sepa apreciar la belleza escondida en el corazón.

Quisiera tener una mirada pura, una conciencia tranquila, un corazón que no albergue malas intenciones. Que haga todo por amor a Dios. Hacerlo todo por el bien de los demás. Pensando en ellos y no en mí.

No buscando mi ventaja en lo que hago. Deseando que a los demás les vaya bien, mejor que a mí en todo lo que emprendan. Que no dude de su verdad incluso cuando pueda parecer que están pecando o haciendo algo mal.




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Un amor puro

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Todo eso es posible, no lo niego. Pero mi mirada quiere ser pura. Y mi forma de ver las cosas. Quiero ser capaz de mirar así a Dios. Quiero tener un amor puro como el que describe el padre José Kentenich:

«Por amor purificado entendemos el amor de benevolencia, que prescinde más fuertemente del yo y gira en torno al tú«.

Un amor puro no persigue segundas intenciones en sus acciones. Ama por entero sin guardarse nada. Mira el corazón de la persona amada y le dice que la quiere sin barreras, sin condiciones, sin razones.

El amor puro ha puesto al yo en un segundo plano. ¿Es eso posible? Dejo el querer propio a un lado para que se imponga el deseo de la persona amada. Dejo a un lado mi amor propio.

Esa forma de amar es un don de Dios porque mi corazón está herido por el pecado y el límite. Y eso no me permite amar como Dios me ama. Tiene que ser un don que Dios me conceda. Se lo pido de rodillas para que cambie mi forma de amar. Eso es lo que deseo.


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