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El rey Lear o la importancia de la tragedia

KING LEAR

Shutterstock | Kastoluza

Manuel Ballester - publicado el 08/01/21

Grecia aporta a la civilización el pensamiento racional, el concepto. La filosofía, en suma. Pero no es menos cierto que aporta la tragedia. Pensemos en Esquilo, Sófocles o Eurípides.

El hombre aspira a comprender el mundo, a entenderse a sí mismo, a captar el sentido de su vida. Y la filosofía lleva a cabo un acercamiento conceptual a esta aspiración humana. La tragedia responde al mismo anhelo pero lo hace de otro modo.

El espectador de la tragedia se sitúa ante una acción que puede formar parte de su vida, de la vida de cualquiera. Porque la tragedia, al decir de Aristóteles, es en primer lugar mímesis, imitación de la vida.

Entre los modernos, quizá nadie como Shakespeare (1564-1616) ha desarrollado el género trágico de modo tan admirable. Fijémonos en una de sus obras: El rey Lear (The Tragedy of King Lear, 1603).

El argumento se desarrolla en torno a la ingratitud filial. Como toda tragedia es mímesis o imitación de la vida, en torno a la cuestión principal discurren una serie de elementos igualmente reales y constitutivos de las relaciones humanas tales como la vejez, la sabiduría o la locura.

Veamos algunos

La acción da comienzo en el momento en que el rey Lear proyecta lo que llamaríamos una “jubilación dorada” y, para eso, decide dividir el reino en partes iguales entre sus tres hijas. Así lo plantea: «Decidme, hijas mías, ya que es ahora nuestra voluntad despojarnos de todo, autoridad, intereses del territorio, cuidados del gobierno: ¿cuál de vosotras nos ama más?».

Lear lo da todo por sus hijas. ¿Qué quiere a cambio? Lear quiere que su generosidad sea valorada, quiere gratitud, sentirse amado. Quizá lo que queremos todos y, por eso, su tragedia puede ser también la nuestra. Y recurre a la pregunta que han repetido tantos padres. Porque es rey y tiene poder, pero Lear es también padre. Y pregunta: ¿Quién me quiere más?

Da como rey, con poder. Y pide como padre. Sutil distinción. ¿Entenderán la diferencia sus hijas? Y Lear mismo, ¿será capaz de comprender que cada esfera de acción tiene sus reglas?

La primera en hablar le asegura su amor y lealtad. La segunda sostiene que está «hecha del mismo metal que mi hermana». Y el rey se alegra al oírlo. Pero Cordelia, la tercera, está hecha de otro metal. No sabe de hipérboles, ama a su padre pero su rectitud le impide magnificar esa realidad: «estoy segura de que mi amor es más rico que mi lengua», dice.

No es eso lo que esperaba oír Lear. Se enfada hasta el extremo de repudiarla: «¡Más te valiera no haber nacido antes que no saber agradarme más!; Better thou hadst not been born than not to have pleased me better». La decepción del padre impulsa al rey contra la hija que no ha agradado (pleased) a su oído.


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La imposición del poder

Lear no ha entendido que la autoridad paterna es distinta del poder real, aunque recaigan en la misma persona. El poder tiene sus mecanismos para imponerse. El amor paterno, como todo amor, goza con la correspondencia; puede merecerla, puede esperarla, puede suplicarla pero no puede exigirla.

Porque amar significa dar al otro el poder, confiar en él. Aunque se defraude la confianza, como ocurre a veces. Pero entonces el amor reitera el don, tal como certeramente expresa el término per-dón ya que “per” es un prefijo que, en este caso, tiene una función intensificativa como ocurre, por ejemplo, en “per-durar” o “per-turbar”. Per-dón significa, pues, reiterar el don, volver a darlo.

Las primeras en hablar han doblegado el poder del rey mediante la adulación (flattery): han dicho al rey lo que él quería oír y no han visto en él al padre. Cordelia ha hablado con el corazón en la mano a su padre y pierde el favor del rey que buscaba ser alabado.

El conocido desarrollo de la trama no hace sino mostrar que «los dioses son justos y hacen de nuestros deleitosos vicios los instrumentos para flagelarnos». Así es como Lear, vencido, loco, dice las grandes verdades: «tomaremos sobre nosotros el misterio de las cosas, como si fuésemos espías de dios; take upon’s the mystery of things, As if we were God’s spies».

Porque así es la vida. Y la tragedia es mímesis

Y al imitar las relaciones humanas, pone ante nosotros la vida palpitante. Y al hacernos sufrir, nos purifica. Eso decía Aristóteles que era la tragedia: mímesis y catarsis, repetición de las vivencias y purificación de nuestro mundo emocional al verlo proyectado en la acción trágica.

Hay quien dice que nos hallamos en un cambio epocal, un periodo histórico caracterizado por el fracaso de la razón (al menos la ilustrada) o de una razón mínima (pensiero debole) u otros modos de cuestionar la aportación griega que llamamos filosofía. Y bien pudiera ser que, en este preciso momento, la genialidad del pueblo griego vuelva a vitalizar nuestra cultura haciéndonos fijar la vista en la tragedia.

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