El jardín de un monasterio es ante todo un espacio protegido de los ojos del mundo, un lugar apartado y secreto. Intuitivamente, estos grandes santos sabían esto. Aquí es donde Dios, el primer jardinero de la Biblia, los estaba esperando, en el secreto de sus corazones… Pasaron horas allí contemplándolo. El jardín habla y el espíritu respira ...
A Dios le encantan los jardines. Los convierte en lugares de salvación. Para los que creen en la resurrección del Hijo de Dios, el huerto de Dios está ahora dondequiera que haya un hombre que reza. El mundo de abajo no es más que el espejo imperfecto de las realidades divinas, una imagen del cielo.
Por lo tanto, debemos elevarnos hacia lo divino, contemplar la naturaleza no solo por su belleza sino también por su simbolismo espiritual. Ella es la que ayuda a conectarse con Dios. En el siglo XIII, San Francisco de Asís y sus Frailes Menores evocan en su Cántico de las Criaturas una naturaleza visible, benévola con el hombre, inocente y no culpable del pecado original. Un verdadero trampolín hacia Dios.
Sigue los pasos de Santa Teresita, de san Bernardo, de santa Rosa de Lima o de Catalina Labouré, cuyas huellas aún existen hoy en estos magníficos jardines: