Decidir lo correcto no es tan sencillo. Siempre me puedo equivocar y no hacer lo correcto. O no elegir lo que Dios quiere. O seguir otro camino dejándome llevar por mi debilidad.
Todas las decisiones que tomo tienen consecuencias. Una profesora les decía a unas alumnas huérfanas:
«Vosotras estáis aquí porque vuestros padres tomaron decisiones equivocadas y ahora cargáis con sus consecuencias. Estamos aquí para que a partir de ahora toméis decisiones acertadas».
Si tomo decisiones equivocadas habrá consecuencias. El sí que doy o el no que pronuncio. Se abre o se cierra un posible camino.
Puedo tomar una elección obligado por las circunstancias. Puedo huir por mi miedo a fracasar. La soledad y el vacío en el alma me hacen elegir escapes que no me llenan por dentro y la tristeza es más honda entonces o más permanente.
El riesgo de decidir
Decir que sí a lo que otros me piden puede ser decirle que no a lo que Dios sugiere. ¡Qué difícil acertar en todas mis decisiones!
Un camino equivocado. Una puerta que no golpeo al verla cerrada. Un pasaje estrecho que me lleva a parajes anchos y luminosos. El miedo a la estrechez, el miedo a la oscuridad en la que no soy capaz de ver la verdad de mi vida.
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