Es sólo mi vanidad la que me lleva a querer ser más de lo que soy y al final lo único que importa son las cosas sencillas de la vidaA menudo quiero ser yo el centro, quiero ser yo Jesús, el más valioso. Y dejo de vivir con humildad. La vanidad entonces me aleja de Dios. Porque me creo yo tan importante como Dios.
No soy yo el que brilla, es Cristo quien brilla en mí. No quiero olvidar que sin Él yo no soy nada.
Este domingo de nuevo Juan el Bautista es el protagonista:
“Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Este vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz”.
Él no es la luz como tampoco es la Palabra. Es sólo testimonio de la luz y voz que hace audible la Palabra. No está en el centro, es sólo el camino que me lleva al centro, a Dios, a lo importante. Lo demás es accesorio, secundario.
Solo la voz
Quien encuentra a Juan se encuentra con el amor de Dios. Pero él es sólo el camino, aquel que conduce al que importa. Me gusta esa capacidad de dar testimonio, y hacer presente a Dios entre los hombres. Así es Juan. Muestra el amor de Dios a los que lo siguen.
Y el testimonio de Juan es claro:
“Y este fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron donde él desde Jerusalén sacerdotes y levitas a preguntarle: – ¿Quién eres tú? El confesó, y no negó; confesó: – Yo no soy el Cristo. Y le preguntaron: – ¿Qué, pues? ¿Eres tú Elías? El dijo: – No lo soy. – ¿Eres tú el profeta? Respondió: – No. Entonces le dijeron: – ¿Quién eres, pues, para que demos respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo? Dijo él: – Yo soy voz del que clama en el desierto: – Rectificad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías”.
Él sólo es la voz, es el que prepara el camino al Señor, el que anuncia su Palabra y su presencia entre los hombres. Me gusta la actitud de Juan. ¿Quién es él? Sólo la voz.
Pretendiendo destacar
Con frecuencia me hacen la misma pregunta: – ¿Quién soy yo? Y no tengo tan clara la respuesta como Juan. Tiemblo porque quiero ser más importante, más valioso y no lo soy. Porque quiero que vean mi poder y valoren mi grandeza.
¿Quién soy yo? ¿Quién dice la gente que soy yo? Muchas de las cosas que hago y pienso son vanidad. Pasan y se pierden en el umbral de los tiempos. Desaparecen sin que pueda hacer nada para salvarlo.
Y yo me empeño en ser la Palabra que libere, que salve, que eleve. Soy sólo esa pobre voz que clama en el desierto. Me gustaría tener siempre esa actitud, más aún en este Adviento. Un grito, una voz que se eleva queriendo ser escuchada.
En el desierto nadie escucha. Tampoco a mí me escuchan muchos. Pienso en ocasiones que tengo algo importante que decir, que gritar, que escribir. Y me equivoco.
De la vanidad a lo pequeño
Es sólo mi vanidad la que me lleva a querer ser más de lo que soy y al final lo único que importa son las cosas sencillas de la vida. El amor de un niño, el abrazo de los que se aman, un te quiero, un gracias, un lo siento, un perdóname.
Un secreto bien guardado, un cielo raso con sol y frío, unas bolas de colores en la Navidad, una comida tranquila para celebrar la vida.
Una música que despierta melodías dentro de mi alma, un silencio que me llena de esperanza, una mañana que se abre por encima de las nubes, un reencuentro después de mucho tiempo, un perdón que yo doy o recibo, todo cuenta.
Y yo pierdo el tiempo con frecuencia preocupado de cosas poco importantes. Sólo soy la voz, y el reflejo de una luz poderosa que se esconde dentro de mi piel tan frágil.
Y mis palabras que pretenden ponerle voz a mil gritos callados dentro de mi alma. Y mis gestos que pretenden en su torpeza ser más elocuentes que todas mis palabras.
Humildad mejor que exigencias
Me gusta esa actitud de Juan porque no quiere mejorar su lugar, no pretende tener un camino nuevo que le dé alegrías. No busca que le sigan los discípulos y calmen su sed de ser amado.
Me gusta esa mirada pobre, y libre al mismo tiempo. Podrá morir en una cárcel, sin despedidas, sin halagos, sin reconocimiento público. Está preparado a morir como una voz que se apaga suavemente después de haber sido atronadora en el desierto. Ahora ya está cumplida su misión y podrá irse en paz a descansar, entregará la vida.
Esa humildad del hombre del desierto, del hombre que no vive de las apariencias, me impresiona. Me gustaría parecerme más a él. Quisiera no buscar los primeros puestos, ni querer que no se olviden de mí.
Le pido a Jesús en este Adviento que me enseñe a vivir como Juan, despreocupado, libre, apasionado por la vida, haciendo lo que me toca en cada momento sin grandes pretensiones.
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Dios es quien lo logra
Es difícil, lo sé, sólo puede ser obra de Dios en mí si rompe mi orgullo y acalla mi vanidad y mi engreimiento. Puede hacerlo, puede cambiarme.
Hoy su figura imponente se me vuelve pequeña como la de un niño sencillo y abandonado en el camino. Un niño que sabe muy bien quién es y a qué ha venido.
Me gusta esa mirada suya sobre su vida. En el silencio del desierto descubre esa misión oculta y escondida. Así viviría Juan su vida, entregándolo todo y no queriendo hacerlo todo bien.
Sólo una cosa le pedía Jesús: Ser su testigo, ser su voz que pide que escuchen al Señor, ser el que prepara el camino para luego morir por un capricho, olvidado y sin gloria.
También Jesús acabará solo en el madero. Olvidado por muchos, rechazado por otros. Así quiero vivir yo, sin pretensiones.