Convertirme tiene que ver con liberarme, no con hacerlo todo perfectoHoy el protagonista es Juan el Bautista. Ese hombre que encontró en el desierto su camino, su vocación verdadera. Hoy clama con voz fuerte en el desierto:
“Voz del que clama en el desierto: – Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas. Apareció Juan bautizando en el desierto, proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados. Acudía a él gente de toda la región de Judea y todos los de Jerusalén, y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados. Juan llevaba un vestido de pie de camello; y se alimentaba de langostas y miel silvestre”.
Un hombre austero, pobre, sincero. Un hombre de una pieza, sencillo y libre. No tenía nada que defender, nada que ocultar. No había nada que no quisiera perder.
Es un hombre íntegro que invita a la conversión. Sólo quiere que los demás confiesen sus pecados, se conviertan, cambien de vida. Esta va a ser su misión.
La condición para seguirlo a él como discípulos es dejar de pecar. Es necesario que cambien, que muestren una inocencia que antes no tenían. Es el camino de Juan.
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Juan prepara el camino
Jesús, cuando descubre su propia misión, verá que no es el mismo camino que el del Bautista. Jesús comerá con publicanos y prostitutas antes de que se conviertan. Ama a las personas antes de que cambien.
Luego su amor, muchas veces (no siempre) logrará que cambien. Pero antes las acepta en su pecado, come con ellas asumiendo su fragilidad.
No pone como condición el cambio previo, más bien será el cambio la consecuencia de una relación nueva de amor que han comenzado.
Juan prepara el camino y Jesús, cuando sepa qué formas son las suyas, emprenderá su propia evangelización, proclamará la buena nueva. Juan grita en el desierto, porque quiere que suceda lo mismo que decía el profeta:
“Que todo valle sea elevado, y todo monte y cerro rebajado; vuélvase lo escabroso llano, y las breñas planicie”.
Dios hace posible el cambio
El camino se abre para poder acoger a Jesús. Este domingo me invita Juan a cambiar, a mejorar, a allanar mis montes y elevar mis valles.
Vivo rodeado de montañas, como en un valle. Y me parece imposible que esos montes puedan ser allanados.
Un Dios todopoderoso puede bajar con su poder y hacer desaparecer esas montañas tan escarpadas que alegran mi vista. Sólo Él con su fuerza puede allanar montañas inmensas.
Así pienso que es en mi vida. Conozco muy bien las montañas que forman mis pecados. Y he visto la hondura de mis valles de dejadez y pereza.
Y sé que yo solo no puedo acabar con lo escarpado, ni liberar mi alma enferma de su pecado. Yo no puedo.
Yo tengo que querer cambiar
Pero sé que lo que me pide hoy Jesús es que me ponga en camino, que desee cambiar, que acepte que no puedo seguir como siempre, que comprenda que muchas de las cosas que no me resultan en el corazón son parte de mi esclavitud, de mi pobreza.
Y sólo ese Jesús que se hace carne y acampa en mi vida puede hacer posible en mí el milagro de la conversión.
Por eso en este segundo domingo, en esta segunda vela, me postro ante Jesús para decirle que quiero que me cambie por dentro, para ser mejor persona, más suyo, más trasparente, más niño. Decía Víctor Hugo:
“He dejado de ser lo que a otros agrada para convertirme en lo que a mí me agrada ser, he dejado de buscar la aceptación de los demás para aceptarme a mí mismo, he dejado tras de mí los espejos mentirosos que engañan sin piedad”.
Para ser yo mismo
Creo que la conversión supone eliminar todo aquello que es mentira en mi corazón, todo lo falso, todo el maquillaje, todo lo aparente.
Quisiera mostrarme ante los demás en mi verdad, tal como soy. Sin miedo al juicio o al rechazo. ¡Cuánto me cuesta emprender ese camino!
Me escondo detrás de una máscara de aparente perfección, detrás de unas montañas que ocultan mi desnudez, detrás de unos valles en los que me protejo de miradas intrusas.
Convertirme tiene que ver con liberarme, no con hacerlo todo perfecto. Tiene que ver con volver a ese lugar en mi alma en el que soy yo mismo, yo de verdad, sin tapujos ni falsas imágenes.
Recuperar las batallas perdidas. E iniciar los caminos antiguos que vuelven a ser nuevos. Y ser yo de nuevo, sin tantas falsas apariencias que se me han pegado a la piel tratando de encantar al mundo.
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Adviento: un inicio
Quiero ser libre de pretensiones, de gustos enfermizos, de apegos insanos. Quiero emprender en este Adviento este camino de conversión que saque lo mejor de mí, lo más puro, lo más auténtico.
Dios quiere “que todos lleguen a la conversión” y por eso tiene tanta paciencia conmigo. Y me pregunta el apóstol: “¿Cómo conviene que seáis en vuestra santa conducta y en la piedad, esperando y acelerando la venida del Día de Dios?”.
Mi conversión acelera su venida. Cuando allano el camino viene con más facilidad a mi vida, a otras vidas.
Su presencia se hace más visible si mi vida es más concorde con su misericordia, con su generosidad. Si me parezco a Él será más visible su rostro en mí.
Es la conversión que necesito: que mi corazón se abra a su presencia, que mi vida se deje modelar en sus manos. Me resisto tan a menudo al cambio… No quiero cambiar nada.
Me resisto al más mínimo cambio en mis rutinas, en mis hábitos a veces tan perezosos. No estoy abierto a lo nuevo y no quiero tampoco permitir que mi primer amor brille con fuerza.
Convertirse es dejar que el fuego del primer amor caliente de nuevo mi alma. Esa es la conversión que Dios espera de mí. Un sí valiente, enamorado, apasionado, que me ponga en camino hacia Él.