Los alegres son los que esperan sin dejarse condenar por el presenteLos alegres son los hombres y las mujeres que aceptan el desafío de no resignarse al presente, son los que tienen la valentía de esperar, sin dejarse condenar por el ahora.
El tiempo nos parece eterno porque nos falta alegría, sencillez frente a la vida.
Ojo, que también es válido sentirse bajoneado en algunos momentos y eso no significa que no seamos alegres. Sin embargo, se trata de que las cosas no nos pesen demasiado, que las circunstancias no nos roben la alegría.
De hecho, la fe es una paradoja: se trata de ver la presencia de Dios donde parece ausente. Se trata de encontrar paz y alegría en el interior, a pesar de que afuera todo parezca desmoronarse.
Esperanza
El texto de las Bienaventuranzas (Mt 5, 1-12), de hecho, nos presenta situaciones paradójicas que estamos llamados a vivir sin ceder a la dictadura del fenómeno: lo que existe ahora, lo que ves, no es la última palabra.
La paradoja y la esperanza van juntas.
Los alegres son aquellos que esperan a pesar de las situaciones paradójicas que parecen desesperadas. Aquellos que son felices porque no se dejan aplastar por el peso del presente.
No es que sean personas ingenuas (porque son muy conscientes de la pesadez de la realidad), pero son aquellos que saben que la alegría es ese desafío que nos permite no ceder a la desesperación.
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Felicidad
En su enseñanza, Jesús no usa la palabra que los filósofos usaban tradicionalmente para indicar felicidad (eudaimonia, εὐδαιμονία). Esa palabra indica una meta, una recompensa resultante de un esfuerzo individual.
Después de todo, también hoy pensamos que debemos construir la felicidad, nos engañamos a nosotros mismos pensando que está en nuestras manos alcanzarla o que necesitamos el favor del destino para lograrla.
En cambio, Jesús usa un adjetivo (makarios, μακάριος) que indica una forma de estar en las situaciones.
Aquí está la paradoja: para Jesús uno puede ser feliz incluso en escenarios que en realidad no son favorables, porque es precisamente allí donde se crea espacio para Dios; es precisamente allí donde se genera la esperanza.
Es precisamente allí donde entendemos que la felicidad no es el resultado del esfuerzo humano, sino la voluntad de recibir un don; la disponibilidad de acoger la presencia de Dios en el vacío de la vida.
Y es precisamente en ese vacío donde la alegría puede llenarlo todo.
¿Cómo?
Pues permitiendo que poco a poco el peso de la realidad ocupe menos espacio en el corazón, dejando ir, permitiendo que la figura de Dios sea la que aparezca, en vez de todos esos rostros de preocupación y dureza.
Es un ejercicio arriesgado y difícil de hacer, pero, una vez que lo empiezas a ver, no deja de aparecer.
Para los que tenemos fe, la felicidad no se encuentra en las cosas sino en una persona.
La alegría, como una luz, puede llenar los lugares más oscuros porque es una forma de estar, un torrente interior que brota y fluye.
Y no porque nosotros lo hayamos iniciado, sino porque existe, porque es más real que cualquier cosa o circunstancia en la que nos encontremos en nuestro presente o que hayamos vivido en nuestro pasado.
“En todos los casos, la felicidad está en querer a Dios y en ser queridos por Él” (Martín Descalzo).