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Diálogos de consultorio sobre el amor a los hijos y la paternidad responsable

Bebé recién nacido.

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Orfa Astorga - publicado el 10/11/20
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Testimonio anónimo de un padre responsable que reconoce que formar una familia es costoso pero es lo más sublime de que es capaz el ser humanoUn padre comparte en el consultorio de Aleteia su experiencia y reflexiones sobre lo que implica ser responsable a la hora de tener, criar, educar y amar a un hijo. Lo reproducimos con su acuerdo sin mencionar su nombre por respeto a su intimidad. 

Imposible olvidar cuando mi esposa, embelesada, recibió en sus brazos a nuestro primer hijo, y que, cuando me tocó mi turno, lo tomé feliz y orgulloso, sintiendo que adquiría los poderes de Superman para siempre. Un Superman que acababa de saldar la cuenta del parto con una tarjeta de crédito.

¡Cuánto lo deseábamos!

Y comenzamos un itinerario de servicio a la vida: corriendo al pediatra al menor síntoma de “algo”, dándole los alimentos y “sacándole el aire”, quitándole los pañales, nerviosos ante sus inexplicables berridos; sobrellevando cierto olor a orines que empezó a instalarse en nuestro colchón… y muchas más de sus “gracias”.

Siempre recompensados cuando era capaz de reconocernos y regalarnos una picara sonrisa.

Sobre todo, cuando mi esposa y yo, comenzamos a descubrir junto a él “lo nuevo en lo viejo”, como la lluvia, el viento, el césped en los pies descalzos o los lametones de nuestra mascota y muchas cosas más. Nuestro hijo resultó ser un don maravilloso, por el que recuperamos nuestra capacidad de asombro, en un volver a vivir.

Un día, en sus primeros pasos, en un traspiés, se dio un golpe y lloró, descubriendo el dolor físico y el miedo. Luego incorporándose por sí solo, extendió sus brazos buscando protección y consuelo.

Y vislumbramos cuatro profundas verdades:

  1. Por grande que fuera nuestro amor, seremos siempre impotentes para preservarlo de los rigores de la existencia, pero que, por naturaleza, nuestro hijo ha nacido con una dotación natural, para caminar por la vida por sí solo.
  2. Que necesitaba más que nada una educación con amor y respeto.
  3. Aprendería a amarnos, y lo haría por encima de nuestros defectos y limitaciones.
  4. Que, en su amor, siempre le perteneceríamos, aun cuando hayamos partido.

Por tanto, debíamos guiarlo en dirección a su sentido personal, muy superior a la vida natural recibida de nosotros. Lo haríamos usando la brújula del amor, con la meta de lograr que ese amor de veneración, que los hijos deben a los padres, no fuera solo una expresión sentimental, sino la manifestación de una vida edificada, sobre el ejemplo recibido de nosotros.

Más los padres solemos cometer errores, descuidando ese “quienes somos” en nuestra existencia, respecto de la existencia del ser distinto del hijo.

Como aquel día al llevarlo a la guardería, que, durante el trayecto abismado entre el móvil y mis pensamientos, no me comuniqué con él como de costumbre, ni jugamos a descubrir los autos rojos, por lo que me perdí de su sonrisa, de sus infantiles expresiones, su alegría de vivir. Para finalmente dejarlo en un candoroso desconcierto, sin apenas despedirme.

También cuando llegué malhumorado a la casa, y en una de sus rabietas le di sin más unas nalgadas, o cuando tristemente pasó esto y lo otro, donde solo reaccioné torpemente… errores aparentemente intrascendentes, en el que por mi “adultez” ignoré lo propio de su infancia.

Sin embargo, mi esposa y yo estamos tiempo.

Por fortuna, vamos comprendiendo que desde un principio se debe cuidar con esmero el corazón de los hijos, pues el amar a los padres en vida o después de su muerte, será siempre una necesidad de lo más íntimo del ser. Que es tan profunda esta verdad, que cuando los padres en su oportunidad la descuidan, o cometen graves errores, suelen suscitarse los malos hijos, y un mal hijo puede terminar siendo un mal padre, formándose una maligna cadena.

Por ello, mi esposa y yo, cuidaremos del amor de nuestros hijos hacia nosotros, como su mejor herencia, que luego habrá de trasmitir a sus propias familias, en un rastro interminable de luz.

Formar una familia puede ser costoso en sacrificios y desvelos, pero es lo más sublime de que es capaz el ser humano, porque es el modo por excelencia de amar, y trasmitir ese amor a nuevas generaciones.

Es por eso un servicio a la vida. Y al partir, los padres nos quedamos para siempre en el corazón de los hijos.

Consúltanos en: consultorio@aleteia.org



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