La vida profunda es la que permanece con el paso del tiempo. Y las cosas que están en la superficie se las acaba llevando el viento, el agua, el frío o el olvido. El padre José Kentenich se decía a sí mismo:
“Tienes que llegar a ser pronto un hombre interior que halle en Dios su sostén y se halle a sí mismo”[1].
Me gustó ese deseo de su corazón joven. Un hombre interior, un hombre hondo, un hombre de raíces, un hombre con mundo propio. Así me siento yo a veces.
Y en otras ocasiones me veo vacío y seco. Como un árbol sin hojas a punto de morir. Y luego me siento como un lago profundo donde corre una vida que yo mismo desconozco.
O más bien siento que es parte de mí y me detengo a mirar por la ventana buscando caminos escondidos entre nubes, dentro y fuera de mí.
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Vivo en esa lucha por permanecer en casa, o por salir fuera de mí buscando descanso o diversión. Realmente me da miedo hacer siempre lo mismo volcado en el mundo.
¿Días grises? No, gracias
Temo esa rutina que se me pega a la piel, a los huesos, no dejándome caminar, volar más alto. Temo hacer lo de siempre, sin la pasión de antes.
Me asusta repetir hábitos pegados en la superficie de mi ropa, sin tocar siquiera mi cuerpo. “El hábito no hace al monje”, escucho desde pequeño.
Haciéndome ver que lo importante es lo de dentro, lo que queda cuando todo pasa, lo que tiene raíz y permanece.
Tengo claro que yo, como todos, también tiendo al reposo. En cuanto me despisto dejo de correr. La rutina se me enreda en los pies. Y me detengo a descansar sin estar cansado.
Decido entonces vivir la vida con pasión, no me lo invento, busco en mi interior las ascuas aún calientes del anterior fuego, del de siempre. Y eso que el agua y el viento lograron apagar las llamas.
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La santidad que deseo no siempre la veo tan atractiva, agotado por la rutina de los días. Me despierta envidia la forma de vivir de los cristianos, cuando viven santamente.
Surge el deseo de ser como ellos y me atrae esa paz que dibujan sus gestos. Y esa mansedumbre ante la ofensa y el odio.
Me impresiona su tranquilidad para enfrentar las tormentas. Y envidio su alegría cuando lo normal sería estar triste.
Sí, así se contagió el cristianismo, por envidia. Yo envidio a los que hacen de su rutina una pasión sagrada. A los que disfrutan cada día sin importar si hace sol o llueve y hace frío.
Es como si vivieran entre los hombres con un pie ya en el cielo. Escribe el beato Carlo Acutis:
“La eucaristía es mi autopista hacia el cielo. Mientras más Eucaristía recibamos, más seremos como Jesús, de modo que en la tierra tendremos un anticipo del cielo”.
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Una fuente inagotable
Esa forma de mirar me impresiona. Cuanto más comulgue más feliz estaré. ¿Es eso cierto? En la hondura de mi alma clamo por un amor infinito que todo lo llene. Que colme mis vacíos y acompañe mis soledades.
Un amor que me levante de mi miseria, de mi rutina vacía. Quiero ser egoísta. No siempre el egoísmo es negativo. Quiero retener a Dios en mi vida. Parece egoísmo, pero no lo es.
Si lo tengo dentro podré darlo. Si me lleno de Él nunca más estaré vacío y podré llenar otras vidas. Una canción de Gonzalo Villaseca dice así:
“Eres mi futuro, mi presente, Jesucristo. Mi horizonte sobre llanuras anheladas. Desde ayer eres mi amigo. Desde siempre. Contigo voy clavando pasos monte arriba, y cuando todo mi contorno se estremece eres Tú el amigo, y permaneces. Quiero ser tu amigo, Jesucristo, Yo quiero ser tu amigo: Que nunca jamás me doblegue la bajeza; Que no me venza la mentira y la tristeza. Quiero ser chispa de tu fuego. Y gota de tu fuente. Y sal, y levadura, y simiente sembrada por tu mano”.
Deseo en mi corazón enamorado ser amigo de Jesús. Él llena mis ansias y colma los vacíos que tengo dentro. Calma los miedos que me atormentan y dibuja la paz en mi sonrisa. Ensancha con su luz mi horizonte.