Como en un fresco antiguo, la imagen de Dios en nosotros aparece oculta, parece arruinada, pero nunca se pierde
“La deformidad de Cristo te forma. Porque si no hubiera querido ser deformado, no habrías recuperado la forma que habías perdido” (San Agustín).
Siempre me ha fascinado el trabajo de restauración de frescos y pinturas antiguas que permite sacar a la luz las figuras originales, los rostros de los personajes tal y como los concibió el autor.
Me hace pensar en lo que pasa en nuestra vida: cómo el tiempo cubre u oculta nuestra imagen original, la que Dios pensó para nosotros, pero al mismo tiempo -como sucede con un fresco arruinado- Dios, con paciencia, con su gracia, intenta restaurar lentamente esa imagen inscrita en nosotros, a su belleza original.
Hay un momento de la vida de Jesús relatado en el Evangelio de Mateo (22,15-21) en torno a dos imágenes: una, la que representa a César en la moneda y la otra, la imagen divina escrita dentro del hombre.
Como sucede en nuestra vida, a veces, las preguntas que le hacemos a Dios son capciosas: en realidad ya tenemos nuestras respuestas, las escondemos en el fondo de nuestro corazón, fingiendo no encontrarlas.
Cuando Jesús pide astutamente ver una de las monedas especiales con las que se debía pagar el tributo al César, los herodianos (partidarios del poder romano) inmediatamente la sacan, señal evidente de que pagaron el impuesto: cuestionan a Jesús si pagar o no, pero ya tienen la respuesta.
El culto al emperador pasa, por tanto, a través del dinero. Es un afecto que se cuantifica. Es un intercambio en el que uno gana, mientras que el otro se ve obligado a ser esclavo.
Por tanto, tengo la impresión de que el estilo de César suele ser el nuestro, cuando vivimos relaciones formadas por intercambios cuantificados, en los que medimos en función del precio; donde cuidamos el comprobar si el otro ha rendido el tributo a nuestra imagen.
Todos somos un poco narcisistas y a veces experimentamos las relaciones como una necesidad de confirmación de la idea que tenemos de nosotros mismos.
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¿Una distribución justa?
La respuesta de Jesús no se puede interpretar en absoluto (como ha sucedido tantas veces en la historia de las doctrinas políticas) en el sentido de una separación de poderes: por un lado, el civil y por otro el religioso.
Visto más de cerca, Jesús nos está devolviendo a nuestra total pertenencia a Dios.
De hecho, si todo pertenece a aquel cuya imagen lleva, es cierto que la moneda pertenece al César porque lleva su imagen, y por tanto es admisible que esas monedas se le devuelvan.
Pero, es igualmente cierto que el hombre lleva en sí la imagen de Dios desde la creación, por tanto, todo hombre debe volver también a Aquel cuya imagen lleva, es decir a Dios.
Si aceptamos pagar el tributo, en virtud de la imagen que llevan impresas las monedas, continuando con este razonamiento, debemos concluir que el hombre, todo hombre, pertenece a Dios, y a Él debe regresar.
Imagen de Dios en nosotros
Probablemente en nuestra vida la imagen de Dios no es tan evidente como la imagen de César. Quien mira la moneda ve a César, pero quien mira nuestra vida, ¿qué ve?
Como en un fresco antiguo, la imagen de Dios en nosotros aparece oculta, parece arruinada, pero nunca se pierde.
La vida espiritual es dejar que Dios ponga su mano en el fresco que pintó en nosotros, y poco a poco, ilumine la belleza con la que pensó en él.
Esta es la única imagen que debería preocuparnos, no la que imprimimos en las monedas falsas de nuestras ilusiones egoístas, sino esa a la que verdaderamente pertenece nuestra alma.
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