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¿Es posible conocer bien la realidad y a las personas?

PYTANIA

Brian A Jackson | Shutterstock

Carlos Padilla Esteban - publicado el 20/10/20

Vivir en la superficie no es sano ni santo, pero alivia el peso del camino, profundizar buscando verdades que no quiero ver es un salto audaz

La realidad es la que es, no la que yo desearía que fuera. A menudo me confundo y creo que las cosas son distintas. Las veo mal o no las veo. El otro día escuchaba:

“Busca lo que hay, no lo que quieres que haya”.

Tendría que mirar más hondo en las cosas, en lo que me sucede, para descubrir lo que de verdad hay, lo que tengo, lo que ha ocurrido.

Las palabras se pueden malinterpretar. Y los hechos pueden parecer confusos en la distancia. Una mirada o un gesto pueden tener muchas lecturas.

Vemos caras y no corazones”, siempre me repetía una persona sabia. Tenía razón. No sé mirar debajo del agua, aunque me empeño.

Veo ojos, no corazones. Y mis prejuicios invalidan mis percepciones. No creo o no quiero creer en la bondad de ciertas acciones o en su maldad.

Todo depende de mi prejuicio. Interpretar las cosas es lo que hago. Juzgo y saco conclusiones. Me equivoco tan fácilmente pretendiendo tenerlo todo claro…

Mi juicio me falla. No siempre acierto en mis percepciones. Creo conocer mejor a la persona a la que miro, lo que mueve su corazón. Tal vez ni siquiera él sabe lo que realmente quiere.

Pongo en su corazón sentimientos que no tiene. A veces bondadosos. A veces mezquinos. Y me equivoco.

Sólo Dios sabe lo que hay en mi alma. Ni siquiera yo conozco las últimas motivaciones que me mueven. Quisiera tener un amor puro. Y no existe.

Acojo en mi casa a una persona y no sé la motivación que me mueve a hacerlo. Tal vez no es caridad. Ni siquiera misericordia. Puede que no haya amor verdadero. Y sólo mi incapacidad para decirle que no.

Saber lo que me mueve es un misterio. ¿Cómo voy entonces a saber lo que mueve otros corazones? Es un vano intento.

No sé si hago las cosas porque debo hacerlas así, porque tengo grabado un imperativo en mis entrañas que me dice que tengo que ser caritativo como el mismo Dios lo es.

Pero no me vale lo objetivo para encender mi fuego interior. El deber ser es una losa que aprisiona mis fuerzas. No es un viento que me eleva por las alturas.

Quisiera hurgar más hondo en mis heridas. Penetrar los últimos resquicios de mi alma buscando razones. Y no siempre encuentro razones para actuar de una u otra manera.

Ser generoso no es algo absoluto, como un principio que desmonta todos los demás principios. Es uno de ellos, pero no el único. ¿Dónde queda mi amor propio? ¿Dónde el propio cuidado de mi vida, de mi alma?

¿Estoy siendo egoísta siempre que descanso y respeto mis aficiones? ¿Soy el más generoso siempre que renuncio a mis planes propios por amor a otros? No lo sé.

No hay un absoluto que se impone en todas las decisiones. Siempre hay matices. Hay tonos grises que no puedo encasillar en un color determinado poniéndole nombre.

Tengo que elegir el camino que sigo, la actitud que hago mía. No sé si la más santa o pura. Ya no lo sé. No quiero encontrar en lo que veo lo que quiero que haya.

La realidad se impone con una fuerza pesada que todo lo puede. Las apariencias engañan. En lo más profundo se esconden verdades nunca dichas. Sor Verónica, fundadora de Iesu Communio comenta:

“Ocultamos de la vista lo que sea límite y muerte. Este virus que ha acabado con nuestras defensas podía ser la punta de un iceberg. Creemos que nos hemos liberado destruyendo la punta. Sólo es visible una octava parte de su tamaño. Hay muchos problemas en lo más hondo de nuestra vida”.

Quedarme en la superficie de lo que veo puede ser peligroso. Ahondar en los problemas y ver lo que de verdad importa es aún más duro.

Vivir en la superficie no es sano ni santo, pero alivia el peso del camino. Profundizar buscando verdades que no quiero ver es un salto audaz en medio de la vida.

A menudo una bomba de humo me hace desviar la mirada. Dejo de pensar en lo importante porque lo urgente requiere mi presencia.

Dejo de buscar dentro porque parece que fuera se encuentran las soluciones tan deseadas. Y luego el vacío me recuerda que me he equivocado en la búsqueda.

Las intenciones que mueven mi alma están en lo profundo, no las veo. Me equivoco tantas veces justificando mis formas…

Digo que me mueve el amor y tal vez es el deseo de ser reconocido. Soy tan pobre en mi mirada y tan pobres son mis intenciones. Tan lejos de ser puras.

Mi egoísmo mueve mis actos más generosos. Mi mezquindad se oculta detrás de gestos nobles. ¿Cómo voy a saber lo que se oculta debajo de las aguas? Si ni siquiera sé lo que hay en mi propia alma.

¿Quién soy yo para juzgar otras almas? Sólo Dios las mira, las juzga y las abraza. Decía el padre José Kentenich:

“Cuando el rostro de Dios se oculta tras montañas de nubes y ya no responde a sus deseos y necesidades como lo desearía la naturaleza. Si, a pesar de todo, el alma logra permanecer fiel y buscar llena de anhelo en todas partes al amado en medio de la oscuridad y la aridez, habrá ganado una vez más el juego del amor”[1].

No logro ver los deseos del hombre. ¿Cómo saber cuáles son los deseos de Dios? Vanidad de vanidades.

Me acostumbro a no saber muy bien qué hacer, cómo caminar, qué ruta seguir. No sé juzgar las motivaciones propias ni las de los hombres.

Pero sé que en medio de mis dudas, miedos y oscuridades me mantengo firme. El amor de Dios sujeta mi lucha, sostiene mis brazos, levanta mi ánimo.

Me gusta ese Dios oculto que sólo desea que lo descubra en mi corazón y en otros corazones. Un Dios oculto que me ama.

A Él le importa tanto lo que hay en mí… Sólo quiere que mis deseos sean los suyos y mis intenciones sean sus intenciones. Así de sencillo, parece fácil.

[1] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

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