El que entrega su corazón, su vida, es el que de verdad se salva, pero exige poseerse y amarse a uno mismo antesHoy hacen faltan padres y madres que den la vida con alegría por sus hijos. Un hijo me quita la vida. Y sólo crece en la medida en que yo le doy lo que hay en mi alma. Comentaba el padre José Kentenich:
“Esto es lo que yo llamo paternidad y maternidad creativas, que no sólo cultivan una distancia respetuosa, sino también una cercanía signada por el amor y que están dispuestas a entregar todo por los que les fueron confiados. No sólo a poner a su disposición las capacidades y los talentos, sino también a sacrificar por ellos el descanso y el sueño, a consumir por ellos hasta las últimas fuerzas”[1].
El mismo Padre Kentenich tuvo que hacer un proceso para llegar a ser padre. Él mismo confiesa:
“Estaba tan orientado hacia ideas y tareas que no podía soportar que alguien me regalara su corazón o que el mío quisiera latir por alguien”[2].
No sabía amar, desconfiaba, estaba herido por su historia personal. Sólo desde el amor de María fue sanando. Y luego, cuando fue capaz de entregar su propio corazón, algo cambió en él.
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El que no pone su corazón como prenda en sus vínculos, en sus amores, no ama de verdad. No es padre, ni madre, ni hermano, ni amigo el que no es capaz de dar la vida por los suyos.
Requisitos
Poner el corazón en otro corazón exige mucho de mí. Antes tengo que poseerme. Antes tengo que amarme y saber quién soy, lo que sueño, lo que amo.
Antes tengo que admirar en mí la obra de Dios y aceptar mis debilidades como un puente tendido al cielo. Antes de entregarme tengo que saber vivir en soledad, alegre de ser quien soy y de la vida que Dios me ha regalado.
Sólo entonces podré darme por entero y poner mi corazón en las manos de aquel que se me ha confiado.
Frutos
El amor que se da vive de la confianza. No pongo en duda el amor que me tienen. No pongo a prueba el amor del que me ama. No vivo midiendo si aquellos a los que amo me aman a mí lo suficiente.
El que ama entregando el corazón siempre se siente en deuda. Ha tocado todo el amor recibido. Y siente que podría amar mucho más, de forma más plena.
Vivir descentrado es ser padre y madre. Es vivir pensando en el bien de los míos, de aquellos a los que amo. Es inscribir mi corazón en la persona amada, para que allí descanse. Y el suyo en el mío. Hasta poder decir lo que leía el otro día:
“Estás escrita en mi nombre y yo en el tuyo”[3].
Eso es lo que le da un sentido a todo lo que hago. Ese amor es el que sueña mi alma herida y enferma y es el que necesita este mundo tan herido.
Pero…
Mi corazón huye de la entrega total. Tiene miedo a ser herido. Desconfía cuando le han fallado antes. Y se justifica diciendo que nadie ama hasta el extremo.
Sólo Dios, sólo Jesús en la cruz. Y nadie ama el dolor de los clavos y la lanza, ni la frialdad del madero.
Faltan padres y madres crucificados, capaces de morir amando. Y de amar muriendo a sus deseos, egoísmos y pretensiones.
El que entrega su vida es el que de verdad se salva. El que la retiene en su egoísmo muere enfermo, agotado y solo. En una soledad sin amor, sin abrazos, sin miradas.
¡Cuánto miedo da entregar la vida! Hay muchos padres y madres que no se responsabilizan de la vida recibida. No agradecen el don de esos hijos a los que no aman.
¡Cuántas heridas surcan el corazón desde la infancia! Cuando noto la ausencia de un abrazo y la mirada de intimidad de unos padres que me acogen.
Me cuesta tanto poner el corazón como prenda… Entregarlo sin pretender salvarlo. El verdadero amor no lleva cuentas del mal que recibe y menos aún del bien que hace.
Anhelo vivir ese amor del que tanto hablo y tan poco vivo. Ese amor sincero y pobre. Que sostiene al más débil y salva al que ha caído.
Ese amor que no juzga ni condena. Que sonríe en las afrentas y anhela echar raíces profundas que nunca mueran.
Hogar
Hoy faltan corazones de niño, ingenuos y confiados. Será porque faltan padres. Faltan familias sanas en las que vivir no sea una guerra.
Hogares en los que poder estar, vivir y amar con alegría. Donde no me sienta juzgado y me acepten en mi verdad tan original, tan distinta. No tengo que ser como otros esperan. Soy yo mismo y me quieren.
Así ama el corazón de un padre que está dispuesto a perder la vida por los suyos. El don de la vida se me confía. Yo no creo la vida, no me la invento.
La sostengo torpemente entre los dedos. La cuido como lo más sagrado para evitar su muerte. La acompaño mientras crece sin querer forzar su crecimiento.
Quiero amar con un amor maduro que no tema las dificultades ni rehúya la verdad. Ese amor maduro se entrega confiado aunque haya saboreado antes los desengaños. Y vuelve a creer y a luchar.
Me gustan esos padres y madres que no tienen miedo a la vida y saben renunciar por amor a los suyos. Me gustan porque sólo así habrá hijos sanos capaces a su vez de dar ellos la vida por otros.
Porque la verdad es que copio el ejemplo que me conmueve, la forma de vivir de las personas a las que amo. Y no sé por qué se me olvidan fácilmente esas palabras que escucho y que por momentos encienden mi alma.
Es el testimonio de amor lo que queda. Las promesas de un amor que no se hace vida mueren en el aire. Sólo sigo e imito a quien amo.
[1] José Kentenich, Milwaukee, 1953
[2] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor
[3] Amelia Noguera, Escrita en tu nombre