Hoy Jesús quiere que ayude a mi hermano a ser mejor
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Hoy Jesús me pide que ablande mi corazón para que sepa amar a mi prójimo. Quiere que él esté en el centro de mi corazón caritativo: «A nadie le debáis nada, más que amor; porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley. De hecho, el no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no envidiarás» y los demás mandamientos que haya, se resumen en esta frase: – Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera».
Y tiene razón Jesús. Si lo amo a Él en el prójimo tendré vida para siempre.
Leía el otro día algo muy verdadero: «La única forma de reconocer con seguridad nuestra relación con Dios es reunir y revisar todas nuestras relaciones humanas. Lo que existe en estas relaciones, también existe en nuestra relación con Dios. Esta identificación de las relaciones entre los hombres y Dios es la única forma de saber cómo la fe está o no plenamente arraigada en la vida».
La forma que tengo para relacionarme con mi prójimo tiene mucho que ver con la forma que tengo para estar cerca de Dios. Pienso en todos los aspectos que marcan mis relaciones. Peco de egocéntrico y dejo de mirar a los demás.
Se me olvida que soy familia, que tengo hermanos, que amo de forma concreta al que vive a mi lado. Sus problemas son mis problemas. Sus preocupaciones son las mías. Sus miedos los comparto.
¿Cómo cuido a mi hermano? A ese que está a mi lado y me cuesta por detalles pequeños. Lo ignoro y no me pregunto qué siente, qué le pasa, qué le preocupa, qué le alegra. No sé cuáles son sus sueños en estos momentos. Desconozco dónde residen sus miedos más profundos. No quiero deber nada más que amor. No quiero dar nada más que mi vida.
Pero mis relaciones humanas se centran a veces en la utilidad. Las ventajas que me da la amistad de una persona, o su amor conyugal. El beneficio que saco, el bien que me hace. Alejo de mí a los que no son tan válidos, a los que no me aportan tanto, a los que no me benefician. Y busco al que todos buscan, al exitoso, al que produce y hace las cosas bien, al eficiente.
Hoy Jesús va más allá y quiere que en mis relaciones aprenda a ser sincero y a ayudar a crecer a los que Dios me confía. Me lo dice con palabras duras que me resultan difíciles de entender. Hoy Jesús quiere que ayude a mi hermano a ser mejor.
No se trata de que pretenda que sea como a mí me gustaría que fuera. No se trata de eso. Sólo quiere que le diga lo que sería bueno mejorar. A veces hay personas empeñadas en que yo sea como ellos desean.
Leía el otro día: «Deberías ser como yo, me dicen. Cuando muestro mi verdad todos quieren controlar mi comportamiento. Investigan cómo convencerme para hacer lo que ellos quieren. Son capaces de llegar a donde sea para controlarme». Eso no lo quiero. No deseo controlar a los demás ni decirles lo que tienen que hacer. Ellos harán su camino.
Pero sí lo que Jesús quiere es que no me calle, que hable, que le diga, que rece por él, que le acompañe, cuando siento que tengo que hacerlo. Tendré que verlo en mi corazón. Miro a mi hermano y si veo que peca, que sigue un mal camino y se va a perder.
En ese caso puedo hacer lo que hoy escucho: «Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano».
Jesús quiere que no me calle lo que veo que mi hermano puede mejorar. El profeta me decía que yo era como una atalaya: «A ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel». Me ha colocado en lo alto para que vea cómo educar a los que pone en mis manos. Es verdad que mi religión me une con mi hermano, no me aísla.
Por eso entiendo cómo es mi amor a Dios: «¿Qué religión es la nuestra?, ¿hace crecer nuestra compasión por los que sufren o nos permite vivir tranquilos en nuestro bienestar?, ¿alimenta nuestros propios intereses o nos pone a trabajar por un mundo más humano?».
Puedo callar para caer bien. Puedo ser cobarde y no decir lo que pienso para que no me hieran, para que no me ataquen. Puedo no exponerme ni arriesgarme callando lo que muchos piensan. Es cobardía quizás.
Otras veces puede ser prudencia cuando sé que mi hermano no va a aceptar mi comentario. No va a ver en mis palabras una buena intención. Pero tengo claro que soy parte de un todo. Y lo que le afecta a mi hermano me afecta a mí. Sus caídas son las mías. Y sus errores se adentran también en mi piel.
Jesús lo expresa con claridad: «Os aseguro, además, que, si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».
¡Qué importante es aceptar que soy parte de una comunidad de cristianos que aspiran a la santidad! Nuestras vidas están unidas en solidaridad. Todo lo de mi prójimo tiene que ver conmigo. Vivir en comunidad es el camino para vivir en Dios. No estoy solo. El amor me une al que está a mi lado y formo entonces parte de una gran familia. Esta conciencia me gusta.
Donde dos o más se reúnen en el nombre de Jesús, Él está en medio. Allí donde dos o tres lloran y claman al cielo. El dolor de mi hermano es mío y también su alegría. Por eso no me es indiferente su pecado ni su mal. Tampoco su mentira, su orgullo o vanidad. Todo tiene que ver conmigo. Mi lucha por la santidad afecta a todos.
Rezaba el P. Kentenich en una oración del Hacia el Padre: «Así el amor de la Familia nos da alas para refrenar con ahínco las malas pasiones y esforzarnos por la más alta santidad, con vigoroso espíritu de sacrificio y sencilla alegría».
El amor de la familia me da fuerzas para luchar. Igualmente, el pecado y la debilidad de los míos, de los que amo, tira de mí hacia abajo, abandonándome si rumbo. Mi vida está tan unida a la vida de los que forman parte de mi camino.