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En distintos puntos del planeta existen pequeños museos dedicados a todo tipo de objetos decorados con unos entrañables niños conocidos como “Hummel”. También en millones de hogares alegran los estantes con sus graciosos rostros. Incluso se llegan a cotizar al alza en salas de subastas. Pero no todo el mundo sabe que estas famosas creaciones nacieron de la mano de una mujer extraordinaria que quiso compaginar su faceta artística con su vocación religiosa y que vivió en uno de los momentos y lugares más duros del siglo XX.
Su nombre verdadero era Berta Hummel y había nacido en un bucólico rincón de Baviera, en Alemania, el 21 de mayo de 1909. Berta creció en la pequeña localidad de Massing rodeada de amor junto a sus seis hermanos y hermanas. Sus padres, Adolf y Victoria Hummel, regentaban una tienda de telas en la planta baja del hogar familiar.
Berta y sus hermanos tuvieron una infancia feliz, disfrutando de la naturaleza privilegiada del entorno en el que habían nacido, haciendo deporte al aire libre y recibiendo el cariño de unos padres profundamente devotos. Desde pequeña, Berta ya demostró tener una creatividad excepcional.
La felicidad infantil se vio truncada temporalmente por el estallido de la Primera Guerra Mundial, cuyos ecos llegaron muy cerca de su pueblo natal y alejarían a su querido padre de su lado. Pero este se mantendría arropado con los mensajes de aliento de los suyos y los dibujos que su pequeña Berta le hacía llegar hasta el frente.
Con tan solo diez años, cosía sencillos vestidos de muñecas con los retales de la tienda de sus padres y hacía retratos de sus amigos del colegio. Adolf pronto se percató de las dotes artísticas de su hija y, lejos de ignorarlas, la animaría a continuar desarrollando su talento. Cuando tenía doce años, Berta marchó a estudiar a un colegio religioso y años después ingresó en la prestigiosa Academia de Artes Aplicadas de Munich donde desde el primer momento destacó como una alumna aventajada.
Lejos de casa, Berta Hummel buscó un lugar en el que alojarse. Pero en vez de escoger una residencia de estudiantes laica, prefirió vivir en una regentada por monjas. Allí conoció a dos hermanas franciscanas que, como ella, también estudiaban arte. Fue entonces cuando empezó a vislumbrar cual podía ser su futuro. Desde pequeña había sido una niña con una profunda devoción y probablemente se había planteado la posibilidad de vivir en un convento. Algo que quizás no creía compatible con sus dotes artísticas. Pero aquellas religiosas le abrieron los ojos y la animaron a luchar para poder conseguir ambas cosas.
Tras su graduación con la máxima calificación en 1931, Berta decidió seguir a sus nuevas amigas en su vida en el convento de la Congregación de Hermanas Franciscanas de Siessen donde ese mismo año ingresó como postulanta. Antes de terminar el año, tomaba los hábitos y se convertía en la hermana María Innocentia.
Empezaba ahora una nueva vida y el gran reto de compaginar los dos elementos que completaban su existencia, el arte y la oración. Y lo consiguió gracias a la ayuda de sus propias hermanas. María Innocentia tenía una jornada de lo más ajetreada. Dedicaba largas horas a la oración además de enseñar como maestra de arte en la escuela que dirigían desde el propio convento. En su poco tiempo libre, no dejaba de pintar los que terminarían convirtiéndose en sus característicos niños.