Cuando se evoca la guerra de la Independencia de principios del siglo XIX, el primer nombre femenino que nos viene a la cabeza es, probablemente, el de Agustina de Aragón.
Pero mientras ella y otras mujeres valientes se enfrentaban en la primera línea al enemigo, en la retaguardia, un grupo de religiosas igualmente valerosas realizaban una impagable labor de asistencia. Estas mujeres estaban lideradas por María Rafols, una religiosa que había llegado a Zaragoza unos años antes.
María Rafols Bruna nació en la localidad catalana de Vilafranca del Penedés el 5 de noviembre de 1781 en el seno de una familia humilde. Devota desde pequeña, tras la muerte de su padre, María ingresó en el monasterio de San Gervasio. Ya entonces empezó a realizar tareas de ayuda a los más necesitados que llegaron a su máximo apogeo durante la peste que asoló la ciudad de Barcelona en 1803. Aquel mismo año, conoció al padre Juan Bonal, que se convertiría en su director espiritual y le guiaría en su camino.
Un año después, María se unió al proyecto que se le había encomendado al padre Bonal de acudir a Zaragoza para ayudar en el Hospital de Nuestra Señora de Gracia, un centro fundado en el siglo XV. María era una de las doce hermanas y doce hermanos que emprendieron camino hacia Aragón para abrazar su nuevo destino.
Allí trabajó de manera incansable realizando todo tipo de servicios asistenciales. Iniciaba, en palabras de Juan Pablo II, “un camino de servicio a los enfermos, siguiendo a Cristo y dando, como Él, «su vida en rescate por muchos»”. Junto al padre Bonal creaban una nueva congregación inspirada en la orden asistencial de San Vicente de Paúl y las Hijas de la Caridad de la que durante unos años fue su superiora.
En el verano de 1808, las tropas de Napoleón Bonaparte atravesaban los Pirineos y empezaba el dramático Sitio de Zaragoza, un ataque que se cobró vidas y devastó la ciudad. Entre los edificios destruidos, se encontraba el hospital en el que María llevaba cuatro años trabajando.
Sin rendirse, ella y el resto de hermanas que permanecieron a su lado se afanaron en reubicar a los enfermos que allí habían sobrevivido y a atender a los miles que empezaron a llegar por culpa de los constantes ataques franceses.
Aquellos fueron días, semanas, de duro y agotador trabajo en el que los alimentos y el material sanitario, las manos y todo tipo de ayuda, empezaron a escasear. María, desesperada pero no rendida, reclamó ayuda a las autoridades españolas pero al ver que no eran suficientes, no dudó en salir al encuentro del enemigo.
Acompañada de dos hermanas, haciendo oídos sordos a las burlas de los soldados franceses y obviando el peligro que acarreaba semejante empresa, consiguió ser recibida por el general Lannes de quien no solo consiguió un salvoconducto y material de primera necesidad sino que pudo asistir a los prisioneros heridos.
María Rafols continuó batallando en su propia guerra para conseguir salvar a todos los enfermos, heridos y mujeres y niños desamparados por causa del conflicto con los franceses.
Una de las luchas a las que se enfrentó fue la de la misoginia que no permitía a las mujeres ejercer ciertas actividades sanitarias. Pero viendo necesario que tanto ella como el resto de hermanas mejoraran sus conocimientos médicos, no dudaron en presentarse al examen de flebotomía de la Junta del Hospital para poder realizar sangrías. Todas ellas superaron la prueba.