No se puede caer bien a todo el mundo: mejor que vivir respondiendo a las preguntas que hace el mundo es acoger las que realmente te preocupan a ti
Siempre me acerco a la realidad desde donde me encuentro. ¿Qué pregunta llevo en mi interior? ¿Qué sueño vive en mi alma? ¿Qué palabras habitan en mi corazón?
Desde mi pregunta observo la vida, al otro. Sé que tengo que conocerme para responder estas preguntas. Tengo que mirar hacia dentro y al mismo tiempo hacia fuera, hacia el mundo.
Miro la realidad desde mi pregunta, desde mi inquietud, desde mi miedo. Me acerco a los otros turbado, feliz, o con miedo. Con un respeto exagerado, con un desprecio no disimulado.
Y veo la realidad de acuerdo con lo que siento, con lo que me pregunto.
Mira dentro tuyo
Miro mi corazón. ¿Qué pregunta me turba? En este tiempo de pandemia han surgido preguntas nuevas. El confinamiento me ha mostrado la fragilidad de mi vida, de mis vínculos.
Y me ha desvelado también la riqueza de todo lo que tengo. Quizás he tenido menos interferencias. Y he dejado que hable en mí la voz del alma.
Quiero vivir con más intensidad, con más pureza. Quiero cuidar más los vínculos que Dios ha tejido en mi piel. Quiero ser más libre, más de una pieza.
Quiero vivir sin conformarme con la vida que llevo. No quiero vivir respondiendo a las preguntas que el mundo me hace. No pretendo que todos estén contentos conmigo.
Si me preocupo por caer bien a todos algo falla. No puedo ser lo que otros quieren que sea. El otro día, alguien planteaba:
“¿Soy guionista o actor de mi propia vida? ¿Escribo mi historia o vivo la que otros escriben para mí? Voy por buen camino si a alguien le caigo mal”.
Es verdad que no quiero el odio ni el desprecio. No quiero que me rechacen. Pero quiero ser fiel a mí mismo, a mi originalidad. Decía Karl Jung:
“Nacemos originales y morimos copias”.
No quiero que me pase eso. Quiero ser fiel a mí mismo, a mi verdad, hasta el final de mis días. No quiero vivir copiando a otros.
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Quiero conocer y amar mi originalidad, aceptándome como soy. No quiero reaccionar desproporcionadamente cada vez que alguien sin pretenderlo toca alguna de mis heridas.
Quiero perdonar, borrar el rencor que habita mi alma. Quiero limpiar heridas del pasado. Sin borrar nada, porque el pasado es parte de mi herencia.
Quiero acoger las preguntas que tengo muy dentro, no desoírlas.
Observar para entender
El silencio más intenso de estos meses ha hecho más acuciante la necesidad de escuchar las voces de mi alma. Los gritos de mi rabia. Las risas de mi alegría. Los aspavientos de mi miedo. Los impulsos de mis pasiones.
Me he detenido a observar muy quedo quién soy yo. Con mis luces y mis sombras. El que no se conoce no se entiende.
El que no mira hacia dentro no sabe de dónde vienen sus palabras y sus gritos. No entiende sus silencios y se sorprende con sus miradas.
Quiero conocer lo que hay dentro de mí para no vivir sorprendido. En la encíclica Fides et ratio leo:
“La exhortación Conócete a ti mismo estaba esculpida sobre el dintel del templo de Delfos para testimoniar una verdad fundamental que debe ser asumida como la regla mínima por todo hombre, calificándose como ‘hombre’ precisamente en cuanto conocedor de sí mismo”.
El hombre que se conoce a sí mismo es más libre, es más hombre, es más dueño de sí mismo. Quiero conocer lo que habita en mi alma para no querer vivir contentando a todos. Quiero cuidar el jardín de mi interior para que dé frutos nuevos.
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Este tiempo me ha permitido conocerme más. He tenido más tiempo para confrontarme con mis límites. He descubierto cosas nuevas en mi corazón.
Una recompensa incalculable
Cuando conozco mi verdad soy más capaz de abrirme a la originalidad de los demás. Decía el padre José Kentenich:
“La condición para la apertura ante otros es la aceptación de sí mismo, una aceptación que sabe en cierto modo qué es lo que representa la propia originalidad, la propia forma de ser un ser humano, y que, por eso, puede reconocer también la originalidad ajena como una forma diferente de ser un ser humano”.
Conozco mis debilidades y riquezas y me abro a las de los demás. No me siento amenazado por nadie. No dependo de la aprobación de los otros para tener paz en mi interior.
Soy dueño de mis pasos, de mis actos. Al mismo tiempo sólo conociéndome y aceptándome como soy puedo dejar a Dios entrar en mi alma y que vea lo que hay en ella.
Entonces aprenderé a conocerlo a Él. Dejo que vea mis límites y pecados. No se escandaliza. Yo tampoco me escandalizo.
Este tiempo de confinamiento me ha permitido escuchar la palabra que pronuncio en mi alma. El sueño que tengo dormido en mi interior.
Sé quién soy y hacia dónde camino. Sé lo que no quiero, lo que no deseo. Acepto mi vida como es en este momento, no como me gustaría que fuera.
Veo mi interior y sueño con un abrazo intenso del Dios de mi vida que me quiere en mi verdad. Soy guionista de mis pasos junto a Dios.
Él susurra a mi oído, yo lo escucho y lo sigo sin querer contentar a los que me piden que les haga caso, que actúe según sus deseos.
No caigo bien a todos. Pero a Dios sí. Él me ama haga lo que yo haga. Eso es lo que me salva de verdad. Ese amor incondicional es el que me levanta cada mañana.