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Quedan muy pocos restos de aquellas pequeñas celdas en las que mujeres de distintos lugares de la geografía europea llevaron hasta las últimas consecuencias su deseo de abandonar el mundo terrenal y vivir una vida de reclusión total. Vestigios como la Celda de las Emparedadas situada entre la Capilla de San Esteban y la Iglesia de Santa Marta de Astorga, en León, nos dan una idea de cómo vivían.
En la actualidad, en la que una situación de alarma sanitaria nos obliga a recluirnos en nuestras casas, nos sorprende ver como en el pasado, hubo personas que lo hicieron de forma voluntaria y en tan extremas condiciones.
A parte de las religiosas y religiosos de clausura, desde el inicio del cristianismo, las madres y padres del desierto empezaron una larga tradición de vida eremita. Pero en los siglos medievales, mientras que los hombres optaban por alejarse del mundo en cuevas o lugares alejados, las mujeres optaron por una reclusión un tanto especial.
Se alejarían del mundo en el centro mismo de pueblos y ciudades. El lugar escogido era una pequeña celda que se construía adosada a la pared de una iglesia. No debieron ser casos aislados pues fueron muchos los textos que surgieron para regular la vida de las conocidas como muradas o emparedadas.
Gracias a estos tratados, que pretendían ser una suerte de regla monástica, sabemos que las mujeres que optaban por recluirse en una celda y convertirse en muradas lo hacían tras la celebración de una ceremonia muy parecida a un funeral.
La futura emparedada recibía la extrema unción y un obispo o párroco oficiaba una misa de difuntos tras la cual se procedía al encierro que acostumbraba a ser hasta la muerte física.
Uno de los tratados más conocidos es el Ancrene Riwle o Guía para anacoretas, una regla anónima del siglo XIII dedicada a tres damas a las que su autor daba todo tipo de recomendaciones desde las más espirituales a otras más prosaicas a aquellas mujeres que estaban “completamente muertas en lo que al mundo concierne”.