Habla el filósofo Francesc Torralba, director de la Cátedra EthosLa serenidad no es la alegría. En estos momentos, reconoce este pensador, ”se puede estar alegre si somos capaces de reconocer los bienes que nos han sido dados”.
La alegría no se puede imponer, ni menos aún exigir de un modo imperativo. Nace, fluye y se manifiesta de un modo espontáneo”. Nos lo revela desde Barcelona el filósofo y teólogo Francesc Torralba director de la Cátedra Ethos de Ética aplicada de la Universidad Ramon Llull.
¿Se puede estar alegre cuando el mundo se ha oscurecido con la Covid-19?
No cabe duda de que la alegría no es ajena a la circunstancia que vivimos. Somos seres permeables, contextuales, de tal modo que lo que ocurre en nuestro entorno inmediato nos afecta y altera nuestro estado de ánimo.
No somos ajenos a la desgracia, ni al sufrimiento, ni al dolor que ha generado esta pandemia global. En eso consiste, precisamente, ser humano, en no ser indiferente al mal ajeno.
En un mundo oscurecido por la crisis vírica y por unas expectativas de futuro todavía más oscuras a nivel social y económico, es difícil sobreponerse y estar alegre.
A lo sumo podemos aspirar a mantener una cierta serenidad, pero la serenidad no es la alegría.
La alegría es, como diría René Descartes, una pasión del alma que se genera cuando percibimos un bien. Uno está alegre cuando consigue un propósito, alcanza un objetivo, recibe una buena noticia, le dan de alta en un hospital.
Solo se puede estar alegre si uno tiene experiencia del bien recibido, observa el bien que somos capaces de lograr, incluso en contextos oscuros.
Se puede estar alegre si somos capaces de reconocer los bienes que nos han sido dados, lo que hemos recibido de los demás sin merecerlo y los que somos capaces de generar.
¿La alegría es innata, o podemos trabajar para estar alegres?
La alegría no se puede imponer, ni menos aún exigir de un modo imperativo. Nace, fluye y se manifiesta de un modo espontáneo.
Hay personas que viven confortablemente, no carecen de nada y, sin embargo, jamás manifiestan alegría. Hay otras, en cambio, que carecen de todo, que sus vidas cuelgan de un hilo todos los días y, sin embargo, expresan una alegría que sale por todos los poros de su piel.
Dominique Lapierre lo narró de un modo excepcional en La ciudad de la alegría. La alegría no es un sentimiento artificial, no se puede adquirir como un bien de consumo.
Aun así, cuando uno toma conciencia de los bienes que posee, de los amigos que le aprecian, de las personas que le aman, incluso cuando todo se desmorona, puede conservar su alegría.
Søren Kierkegaard decía que, si uno toma conciencia de que es amado por Dios a pesar de sus pesares, que es sostenido por Él en la noche más oscura, experimenta una alegría tan intensa que estalla su pecho.
Esta alegría nace de una convicción interior, pero, para alcanzarla, es imprescindible tenerla. Y la fe es, precisamente, este don.
Estos días no hemos podido celebrar, vivir las fiestas… ¿por qué la fiesta es tan importante para la vida?
La fiesta constituye una necesidad básica desde el punto de vista antropológico. No solo estamos hechos para trabajar. Hay un tiempo para cada cosa y el equilibro radica en la alternancia de facetas.
Es un paréntesis en el tiempo, una alteración de las rutinas, un modo de celebrar el hecho de existir, de estar en el mundo con otros.
Existe la fiesta como evasión, escapada, salida del mundo; pero existe, también, la fiesta como afirmación radical de la vida, como expresión del gozo de existir.
Necesitamos interrumpir las rutinas, para celebrar la gratuidad del ser y eso solo es posible hacerlo con los demás. No existe la fiesta a título individual. Siempre y en todas las civilizaciones, tiene una dimensión comunitaria.
También la fe es festiva, ¿no?
La fe necesita ser celebrada en comunidad. Tiene una dimensión festiva porque, a través de ella, se afirma, radicalmente, la vida o, dicho de otro modo, que la muerte ha sido vencida por el amor.
La Pascua es la mejor noticia que un ser humano puede recibir. Creer que la muerte no podrá ganar la partida; que seremos resucitados en cuerpo y alma al final de la historia, es la mejor noticia que uno puede recibir.
Porque lo que más le duele a uno es tener que despedirse de las personas que ama, constatar su terrible impotencia técnica frente a la muerte. Creer que la muerte ha sido vencida por Dios es motivo de celebración. Esto es la Pascua.
¿Usted cómo mantiene la alegría vital cuando ve que todo se desmorona a su alrededor?
Trato de ahondar en la perfecta alegría de san Francisco de Asís. La figura me conmueve desde niño. Trato de comprender cómo es posible estar alegre cuando el mundo te escupe, te cierra las puertas, te desprecia o te ignora.
Esa perfecta alegría que el pobre de Asís experimentaba en sus adentros no deja de sorprenderme. Ni siquiera sus discípulos más amados era capaces de comprender cómo aquello era posible.
Cuando todo se desmorona, necesitamos beber de las fuentes espirituales. Cada cual tiene las suyas. En ellas hallamos el nutriente básico para persistir en la lucha contra el escepticismo. Es bueno recordar que la principal tentación es el cansancio.
¿Cómo animar a quién lo ha perdido todo?
No es fácil. No sirven las bellas palabras, tampoco relativizar el mal sufrido. A veces, con buena intención, se comunican mensajes que generan el efecto contrario. Encienden la indignación y la rabia
. No hay fórmulas mágicas, no hay recetas milagrosas, ni vías de consolación low cost.
Sucumbir a eso es un insulto a la inteligencia. Cuando se ha perdido todo, se debe estar al lado de la persona que experimenta la pérdida. Estar al lado y callarse. Esto es lo más difícil.
Además de eso, hay que buscar alternativas, imaginar salidas para resolver las carencias, ponerse a trabajar con él. Esto se llama compromiso y en tiempos líquidos genera temor y temblor.
Más que decirle cosas, lo que hay que hacer es ponerse a disposición y escucharle para que pueda liberar todo su malestar, pues la escucha ya es, de por sí, terapéutica.