
Meditación de una persona detenida
Fue la primera vez que caí, pero esa caída fue para mí la muerte: le quité la vida a una persona. Un día fue suficiente para pasar de una vida irreprochable a cumplir un gesto que encierra la violación de todos los mandamientos. Me siento la versión moderna del ladrón que implora a Cristo: «¡Acuérdate de mí!». Más que arrepentido, lo imagino como uno que es consciente de estar en el camino equivocado. De mi infancia, recuerdo el ambiente frío y hostil en el que crecí. Bastaba descubrir una fragilidad en el otro para traducirla en una forma de diversión. Buscaba amigos sinceros, buscaba ser aceptado tal como era, sin poder lograrlo. Sufría por la felicidad de los demás, sentía que todo eran obstáculos, me pedían sólo sacrificios y reglas que respetar. Me sentí un extraño para todos y busqué, a cualquier precio, mi venganza. No me di cuenta que el mal, lentamente, crecía dentro de mí. Hasta que una tarde, sobrevino mi hora de las tinieblas: en un momento, como una avalancha, se desencadenaron dentro de mí los recuerdos de todas las injusticias sufridas en la vida. La rabia asesinó a la amabilidad, cometí un mal inmensamente mayor a todos los que había recibido. […] No busco excusas ni rebajas, expiaré mi pena hasta el último día porque en la cárcel he encontrado gente que me ha devuelto la confianza que perdí. Mi primera caída fue pensar que en el mundo no existiese la bondad. La segunda, el homicidio, fue casi una consecuencia; ya estaba muerto por dentro.