Sus pasos caminan a mi lado, siento su compasión, su misericordia… esto es lo que cambia el mundo
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Este domingo de Ramos está lleno de contradicciones. Un Rey que entra montado en un pollino:
“Esto ocurrió para que se cumpliese lo que dijo el profeta: – Decid a la hija de Sión: – Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila. Fueron los discípulos e hicieron lo que les había mandado Jesús: trajeron la borrica y el pollino, echaron encima sus mantos y Jesús se montó”.
Lo normal es ver un rey que muestra todo su poder. Y hace temer a sus súbditos dándoles al mismo tiempo seguridad. Pero Jesús, el Mesías esperado, entra montado en un pollino.
Parece una burla. Como si no tuviera ningún poder. Un rey débil e impotente. Entra en Jerusalén aclamado. Cualquiera pensaría que va a comenzar a reinar. Pero nada de eso ocurre.
Las aclamaciones se van apagando lentamente y Jesús vuelve a ser uno más. El hijo del carpintero. Un hombre de Nazaret.
Todo el mundo conoce su historia, su pasado. No tiene ya nada de especial. Comienza la Semana Santa en este clima extraño.
Un Dios hecho hombre que no cambia la realidad de la esclavitud, no acaba con las injusticias, no suprime el mal ni la muerte.
No da su merecido a los crueles, castigando sus malas obras. No cambia el orden de ser de las cosas recuperando la belleza del paraíso.
No deja de haber odio en el corazón del hombre. No se instaura la vida eterna en la tierra para todos. La justicia no se reestablece.
¿Qué pensaría Judas al final de ese día? Nada parecía cambiar. Después de las aclamaciones y los gritos de júbilo todo sigue igual. ¿No se ha hecho carne Dios en Jesús para comenzar a cambiarlo todo? Todo sigue igual en apariencia.
¿Cómo van a cambiar las cosas si no se ejerce al menos una suave violencia? No hacer nada no ayuda, no trae el Reino del que tanto habla Jesús.
Mis omisiones no aportan nada, más bien restan. Jesús no hace nada. No actúa. No hay obras visibles. ¿Y todas las expectativas de los suyos?
A menudo vivo de expectativas. Quiero que mi vida evolucione y cambie de acuerdo con mis planes, con mis sueños. Y cuando no es así, cuando acaricio el fracaso de la cruz y la soledad, tiemblo.
Me cuesta aceptar la vida como es y su crecimiento lento. No tolero esta enfermedad que amenaza mi vida. No parece haber esperanza.
Yo quería que todo volviera a su normalidad. Pero nada sucede. Me siento como los discípulos esos días de Semana Santa.
Después del domingo, de la entrada triunfal en Jerusalén, todo parece lleno de calma. Una calma inquieta. Un miedo a flor de piel. El miedo a la muerte, a la cárcel.
El poder de Jesús de nuevo es invisible. La pregunta que hoy escucho queda suspendida en el aire:
“¿Quién es este?”.
Palpo mi impotencia y quisiera un Dios que lo solucionara todo, lo calmara todo, triunfara en todo. Pero no es así. No cambia mi debilidad. Comenta el padre José Kentenich:
“Dios permite que experimentemos nuestras miserias y problemas para que nos demos cuenta que no podemos hacerlo todo solos”.
En mi debilidad no veo actuar a un Dios poderoso que logre así cambiar la realidad de un plumazo.
El otro día en la plaza del Vaticano en Roma el papa Francisco estaba solo, allí, besando los pies de un Cristo. Me impresionó ver a Jesús con las puertas abiertas, a pie de calle. No miraba desde lo alto la ciudad vacía.
Había bajado para ponerse a la altura de mis ojos. Es la primera vez que la bendición Urbi et orbi no se da desde el balcón. Jesús desciende a mi altura, se coloca a mi lado.
El papa Francisco besó sus pies. Como yo mismo lo he hecho tantas veces. Yo creo en Él. Su amor es verdadero, no me deja.
Sé que su luz también es verdad y rompe la oscuridad de la noche. La esperanza está viva en Jesús que me mira para que confíe. Ya no temo.
No sé si su mirada sería la misma ese domingo de Ramos. La mirada de paz, de confianza. Esa mirada que posaría al acabar el día en los suyos.
Este es el camino. No el otro. No el del poder ni el de la imposición. No el de la fuerza que aniquila a los enemigos. No es ese el poder del amor que Jesús encarna.
Su amor tiene otra fuerza oculta, silenciosa, extrañamente sencilla. Él ha tomado todo lo mío. Su entrega y su amor sin medida. Ese amor es poderoso. Sus pasos caminan a mi lado. Siento su compasión, su misericordia.
Esto es lo que cambia el mundo. Me cuesta creer porque estoy acostumbrado a esos reinos que se imponen por la fuerza. Me cuesta aceptar un amor que se abaja hasta experimentar la muerte. Quiero tener más fe y confianza.
En este domingo de Ramos acompaño a Jesús. Tengo paz, confío.