¿Hay que dejar que los muertos entierren a sus muertos?
Muchas personas no pueden despedirse de su familiar o amigo fallecido. Una enfermedad, la separación de muchos kilómetros de distancia y otras circunstancias les impiden vivir lo hubieran hecho en otras circunstancias, acompañándole en el momento de su muerte y presenciando su entierro.
Esto puede causar heridas profundas. Cuando muere un ser querido, puede sentirse pena, enfado, incomprensión,…
A ello se añadirá el recuerdo de no haber podido estar ahí para el último adiós y la necesidad de una celebración. Porque los ritos funerarios existen desde siempre como un elemento determinante del duelo.

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Pero nunca es demasiado tarde: todos podemos ayudar a los difuntos uniéndonos a la oración intercesora de toda la Iglesia, apunta el obispo auxiliar de Versalles, Bruno Valentín.
«Honra a tu padre y a tu madre»
La Biblia considera un deber sagrado enterrar a los muertos, especialmente a los familiares.
«Honra a tu padre y a tu madre» (Éxodo 20,12) es el quinto mandamiento del decálogo y san Pablo lo señala como fuente de una promesa: «Así serás feliz y tendrás larga vida en la tierra« (Efesios 6, 2-3).
Entre las figuras bíblicas, Tobit es uno de los que mejor cumplen este mandamiento hasta el punto de mantener su reputación de justo en primer lugar con su compromiso de enterrar a los muertos, a pesar de la prohibición del rey de Asiria Senaquerib y de las burlas de sus vecinos, sin dudar arriesgar su vida para dar sepultura a todo cadáver abandonado (Tobías 1, 17).
La Tradición de la Iglesia inscribió después el entierro de los muertos entre las siete obras de misericordia corporales, paralelamente a la séptima de las obras de misericordia espirituales que consiste en rezar por vivos y muertos.

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«Deja que los muertos entierren a sus muertos»
Una voz parece disonante, incluso brusca, la del mismo Jesús:
«Otro de sus discípulos le dijo: ‘Señor, déjame ir y enterrar a mi padre primero’. Jesús le dijo: «Sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos» (Mt 8, 21-22).
El padre de la Iglesia Orígenes ya trató de arrojar luz sobre esta posición aparentemente inhumana diciendo que «Jesús no impide el entierro de los muertos, sino que prefiere al que hace vivir a los hombres«.
Hacer vivir es más importante que enterrar. Por tanto, no es necesariamente ilegítimo tener que renunciar, si es para proteger la vida, la salud de todos.

El contexto en el que está escrita la palabra de Jesús no es principalmente sanitario, ni mucho menos. En la versión de Lucas de este mismo diálogo, Jesús especifica:
«Que los muertos entierren a sus muertos; y tú ve y proclama el reino de Dios”(Lc 9, 60).
De este modo, se abre una vida futura: más allá del inestimable deber de enterrar a los muertos hay un horizonte final que es el de las demandas del Reino.
Aún más absoluto que el deber de depositar a los muertos con dignidad en la tierra es engendrarlos a la vida de Dios.
El hecho de que no podamos lograr lo primero como quisiéramos, no nos impide lograr lo segundo. ¿Pero cómo?
Nunca es demasiado tarde
Primero, confiando en la maternidad de la Iglesia: es toda la Iglesia la que está hecha para engendrar hombres y mujeres a la vida de Dios. Esta es su razón de ser, su papel, a lo largo de nuestra existencia.
La simetría entre los ritos de bautismo y exequias está ahí para recordárnoslo: el signo del agua, la luz o la cruz significa que la Iglesia, al orar por los difuntos, los acerca a la vida eterna, a la que les dio a luz por el bautismo.
No es necesario que haya muchas personas presentes en un funeral para realizar esta obra de la vida: «De hecho, cuando dos o tres se reúnen en mi nombre, estoy allí, en medio de ellos» ( Mt 18, 20), nos promete Aquel que es el Viviente (cf. Ap. 1:18).

Esta tarea, además, escapa a las limitaciones de tiempo y espacio. ¡La comunión de los santos se burla del confinamiento!
El papa Benedicto XVI escribió:
«Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí, entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal. Así, mi intercesión en modo alguno es algo ajeno para el otro, algo externo, ni siquiera después de la muerte. En el entramado del ser, mi gratitud para con él, mi oración por él, puede significar una pequeña etapa de su purificación. Y con esto no es necesario convertir el tiempo terrenal en el tiempo de Dios: en la comunión de las almas queda superado el simple tiempo terrenal. Nunca es demasiado tarde para tocar el corazón del otro y nunca es inútil”.
Spe salvi, n. 48
Nunca es demasiado tarde: desde hoy puedo ayudar a los difuntos; a los míos, pero también a todos aquellos en los que nadie piensa, uniéndome, allá donde estoy, a la oración de intercesión por ellos, que es la de toda la Iglesia.

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Es posible que más adelante haya tiempo para reunirse para llevar su memorial al memorial de la Eucaristía. No, nunca es tarde.
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Hoy como mañana, encontramos en María un apoyo seguro para nuestra esperanza, tanto para nosotros que remamos en la tormenta como para nuestros fallecidos que han llegado al final del viaje (Spe salvi, 49):
«Ave maris stella. La vida humana es un camino. ¿Hacia qué meta? ¿Cómo encontramos el rumbo? La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía. Y ¿quién mejor que María podría ser para nosotros estrella de esperanza».

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