La vida serena de un matrimonio que vive el confinamiento o aislamiento voluntario en su casa para evitar el contagio por coronavirus
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Recuerdo cuando temprano me dijiste: “Vamos a saludar al sol”, y renuente te acompañé al jardín donde cerraste los ojos aspirando la brisa mañanera, mientras que yo ensimismado, comenzaba a pensar en mi apretada agenda del día.
Junto a mí, padecías cierta forma de soledad, y lo sobrellevabas.
Cuan orgulloso estaba de que fueses una brillante abogada que caminaba por su propia senda del éxito, así que, cuando me dijiste que reducirías tu actividad profesional para tener más tiempo para mí, para tener y educar a nuestros hijos, mi disgusto fue mayúsculo.
Esperaba que, en los comienzos de nuestro matrimonio, te concentraras únicamente en en “encumbrarnos”, y habías ya tomado otra decisión. Me sentí frustrado, pues desaceleraste el paso diciéndome que solo se vive una vez, y querías ser verdaderamente feliz.
Por supuesto que tu idea de la felicidad se apartaba de la mía, en la que ser feliz era igual a tener más medios materiales. No comprendí entonces que tu decisión era la mejor expresión de tu libertad y de tu amor.
Sin embargo, comencé a admirar tu serena diligencia al dejar los “importantes” asuntos de tu oficina, para ocuparte de que nuestro bien amueblado y frío piso comenzara verdaderamente a tener calor de hogar.
Muy pronto en el forzoso confinamiento por la pandemia, comencé a desesperar, mientras que tú, en tu intimidad y en tu conciencia, has seguido inconmovible en tu capacidad de amar, por lo que sufres calladamente mientras haces llamadas interesándote por los demás, consolando, acompañando.
Y permaneces cerca de mí.
Eso habría bastado para que en mi corazón sintiera un profundo agradecimiento por tu amor y por tu compasión, pero me he acostumbrado solo a recibir y nadie da lo que no tiene.
Pasa que, cuando el trabajo ocupa todo mi tiempo, no me percato, ni siento una sensación de vacío; pero ahora que tengo más tiempo libre por dejar de ocuparme en lo que hago, me percato que no sé pensar en quien lo hace y descubro que pretendía dar sentido a mi vida al trabajar mucho para ganar más.
Cuan sola te dejaba los largos fines de semana cuando, frustrada mi voluntad de trabajar, se ponía entonces a disposición del placer y me iba al bar o a otras diversiones con mis amigos, para aturdirme un poco, por decir lo menos. Luego, el lunes volvía a mi ritmo de esfuerzo por conseguir más éxito, más dinero.
Ahora, la realidad es que la pandemia no hace distingos entre ricos y pobres, entre sabios e ignorantes, entre virtuosos y miserables… Y ante eso, me he sentido desarmado.
Preocupado por mi empresa y un difícil futuro económico, a altas horas de la noche no pude más y te desperté para desahogar mis temores. Me escuchaste en silencio, y cuando esperaba de tu brillante inteligencia consoladores razonamientos acerca de las posibilidades del mercado pasada la crisis; de recursos jurídicos para manejo de deudas; de la importancia de innovar, etcétera, etcétera, solo me tomaste de la mano y me sacaste al balcón señalando el estrellado firmamento, mientras te acurrucabas junto a mí.
Y estuvimos ahí, sin movernos en el silencio de la noche, dejando que fluyera en nosotros el titilar de los astros desde el fondo del cielo. Una inmensidad en la que humanamente se percibe la existencia como la más insignificante mota de polvo… mas no es así.
Hacía mucho que no veía las estrellas, como tampoco escuchaba la voz de Dios.
Una voz que comenzó a hablarme de sueños de infinito, de nostalgia de pureza, de un amor absoluto, de algo pleno, total, por lo que únicamente vale la pena vivir. Una voz que ya no quiero dejar de escuchar.
Y comprendí que mi verdadero confinamiento era mi egoísmo, que pensando solo en lo que serán mis pérdidas económicas, no me he condolido ni planteado qué hacer por los vecinos, los ancianos que viven solos, los que carecen de recursos y por tanto que viven unidos y luchando en la tragedia.
Una voz que me saco de un ensimismamiento que me aislaba de los demás cuando más se necesita vivir la fraternidad. Y comencé a ser verdaderamente libre dentro de cuatro paredes. Y a tener paz.
La pandemia indudablemente me quitará cosas y en cierto modo afectará “sueños”, pero en los de Dios, volveré al amor de mi esposa, a decidirme por los hijos, a sentirme a unido con el prójimo y a procurar el bien social antes que las utilidades de una empresa.
En realidad, voy a perder poco y a ganar mucho.
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