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Se habla mucho del patriacardo, de la dominación heteropatriarcal del hombre sobre la mujer, como si siempre hubiera sido así visto sin matices ni perspectiva. El mismo concepto es equívoco pues parece una inapelable condena de la heterosexualidad masculina y de la figura del padre. Es como una sospecha lanzada sobre todos los hombres de todas las épocas. No ofrece dudas: es una atribución sin fisuras y no admite matices. Nadie niega que durante toda la historia ha habido hombres brutales que han querido dominarlo todo incluidas sus mujeres. Hombres inflexibles que no admitían otra perspectiva que la suya y que además eran violentos. Pero la sombra inacabable de la duda no se puede lanzar sobre todos los hombres de todas las épocas.
Si nos fijamos en nuestros padres y abuelos, en aquellos que tuvieron sus hijos entre los años 50 y 60, veremos que estas atribuciones fallan. Eran hombres abnegados, trabajadores, incansables. Se me dirá con razón que se les veía poco en casa y que estuvieron poco presentes en la vida de sus hijos e hijas. Sin embargo, su testimonio fue constante y las percepciones de los hijos fueron guiadas por las madres que subrayaban aquel carácter inagotable de los padres.
Las madres estaban en casa y cuidaban a los hijos, de la casa, del padre. Era la época. No estamos ofreciendo este modelo como solución ni lo estamos mirando con nostalgia. Solo queremos demostrar que eran hombres de una pieza y que, con aquella voluntad de cuidado, quizá distante, hablaban de una actitud poco hetereopatriarcal en el sentido que se le da hoy a esta palabra.
Madre e hijos, cada uno en lo suyo, respondían al esfuerzo del padre trabajando en sus funciones correspondientes: las madres en los cuidados más inmediatos, los hijos en salir adelante en los estudios. Es verdad: los hijos eran obedientes y las esposas eran comprensivas, aun cuando también acumulamos recuerdos que nos dicen que en la intimidad eran verdaderas abogadas de las causas de los hijos y de las propias.
Y nadie olvida que si una seria mirada se dirigía a un hijo ya era suficiente para alcanzar la sujeción de este. ¿Tan lesiva era aquella autoridad? El padre no debía gritar, la madre a menudo tampoco, y los hijos acataban las directrices de los padres en función de la autoridad social de la época, pero también en función de la autoridad de prestigio que sus progenitores desprendían por todos sus poros.
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Los padres exigían porque iban por delante y la familia quería parecerse a aquel padre en función de unos tiempos difíciles que hablaban del pluriempleo y de sueldos cortos y de muchas necesidades no cubiertas que hoy nos parecerían una tragedia y que entonces se asumían como normales. Insisto, no estoy ofreciendo un ejemplo a seguir, ni pretendo recuperar una situación semejante.
Las mujeres años después hicieron valer sus derechos y empezaron a llegar a los estudios superiores y al mundo laboral y poco a poco ofrecieron su aportación a la sociedad no solo desde el hogar y la maternidad sino desde su vocación profesional. Y los padres vieron aligerada su carga laboral y las madres contribuyeron en un clima de mayor igualdad al progreso familiar.
Sin embargo, no se puede caer en la simplificación de afirmar que aquel padre era un energúmeno y la mujer y los hijos unos esclavos dañados por la violencia, explícita o implícita, del padre.
Eran padres y madres a menudo cargados de humanidad que luego, ya mayores, nos han explicado sus propias vidas tan rectas. Y entonces descubrimos muchos matices. Y el famoso mito heteropatriarcal se diluye cuando nos enteramos que el padre/abuelo reconoce que, sin su esposa, sus consejos, su guía nada hubiera sido posible en aquel hogar. Y que muchas mujeres mandaron mucho porque sabían hacerlo. Y mandaban con naturalidad pues el padre les otorgaba reconocimiento. Y no se trata de ver quién mandaba más o menos sino de saber cómo las dos autoridades se conjugaban de un modo sabio. La autoridad del padre más evidente, la de las madres más sutilmente ejercida.
Nadie quiere volver a épocas pasadas, pero sí hay que reconocer que aquellas, no en todos los casos, eran épocas de fidelidad y de cuidados mutuos a menudo poco evidentes. Aquellos padres eran fieles y cuidadores. Eran quizá poco tiernos pero su entereza y sacrificio eran la clave del cuidado. Se me responderá que los hijos tenían poco margen de maniobra y poca libertad. Y que muchas hijas no podían estudiar pues estaban abocadas al modelo del padre proveedor y la madre asistente. De acuerdo, todo esto ha cambiado.