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Mira cómo Adán, Eva… ¡soy yo! ¡eres tú!

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 03/03/20

¿Acaso no perdimos la vida divina? Necesitamos que Cristo nos vuelva a poner en contacto con Dios

¿Sabes cómo el Génesis relata el primer pecado? En ese libro, la Biblia trata de explicar cómo se produjo esa rotura con la que nazco, esa incapacidad que tengo desde que adquiero uso de razón, para no hacer el bien, lo que me propongo y ser fiel.

Explica cómo el corazón humano no logra resistir la tentación, no como el de Jesús. Y me dice que la primera tentación, la más fuerte, es la de querer ser como Dios. Y es cierto, así lo siento yo:

“La serpiente era más astuta que las demás bestias del campo que el Señor había hecho. Y dijo a la mujer: – ¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín? La mujer contestó a la serpiente: – Podemos comer los frutos de los árboles del jardín; pero del fruto del árbol que está en mitad del jardín nos ha dicho Dios: – No comáis de él ni lo toquéis, de lo contrario moriréis. La serpiente replicó a la mujer: – No, no moriréis; es que Dios sabe que el día en que comáis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y el mal”.

La serpiente le hace ver a Eva que pueden ser dioses si desobedecen, si hacen lo que se les antoja, si siguen sus caminos sin escuchar a Dios. ¿No es esa también mi tentación?

Quiero ser como Dios. Dudo de su amor por mí. Si me amara, pienso, me daría más poderes. Y como me siento impotente, dudo de sus intenciones. No me ama tanto.

Y yo quiero ser como Dios. No quiero sufrir necesidad. No quiero necesitar a nadie. Quiero ser autosuficiente. No quiero sufrir, porque detesto el dolor.

Quiero saberlo todo, estar en todo, controlarlo todo. No quiero ni el tiempo ni el espacio como límites de mi cuerpo y de mi alma. No quiero el deterioro de mi vida, ni el mal que me hace daño.

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¿Cuál es el fruto que más me atrae en mi deseo de ser como Dios? Son muchos frutos. Yo sé cuál es el mío. Sé cuál es la tentación a la que no me sé resistir, como le pasó a Eva:

“Entonces la mujer se dio cuenta de que el árbol era bueno de comer, atrayente a los ojos y deseable para lograr inteligencia; así que tomó de su fruto y comió. Luego se lo dio a su marido, que también comió. Se les abrieron los ojos a los dos y descubrieron que estaban desnudos; y entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron”.

Peco yo y me creo Dios y convenzo a otros para que también pequen conmigo, para que sean colaboradores del mismo mal que yo elijo. Y mi pecado me hace sentir indigno.

Elijo alejarme de ese Dios al que le he fallado. Es mi elección, mi camino. La tentación es grande.

Tengo muchas tentaciones en mi vida. Algunas las resisto, otras son muy poderosas. Puede ser la tentación que me hace pensar que puedo vivir feliz sin Él, sin su amor, sin su presencia. Puedo ser libre y autónomo. Puedo vivir alejado de Él y de sus normas. Puedo hacer lo que quiero.




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Pero luego, cuando caigo y peco, me siento desnudo y vacío. Es la peor consecuencia de mi pecado. Percibo mi fragilidad, me doy cuenta de mi impotencia.

No soy como Dios. Soy hombre débil e impotente. Estoy desnudo. Y un hombre desnudo necesita cubrirse con pudor. La consecuencia de mi pecado es la culpa, siempre que mi alma esté sana.

Cuando me corrompo dejo de sentir hasta la misma culpa. Pero si tengo un corazón más o menos ordenado y noble, sí que siento que podía haberlo hecho todo mejor. Palpo mi pecado, mi fragilidad, mi caída y veo mi desnudez.

Y pienso entonces que no soy digno de estar con Dios. Él no se va a abajar para mirarme, para abrazarme. Me alejo y me escondo para que no me mire con ojos de acusación.

El pecado me aísla. Me lleva a mi cueva. La cueva del oprobio donde puedo vivir escondido. El pecado inicia una cadena de mal en mi vida.

Se debilita mi voluntad y me veo descendiendo sin freno por los escalones que bajan a lo más hondo y me denigran. Esa escalera del mal en la que me siento el más indigno de los mortales.


CHRIST AND THE SINNER

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Porque yo en mi orgullo pensé que nunca iba a fallarle a Dios ni iba a incumplir sus órdenes. Yo no iba a hacer las cosas mal porque me sentía perfecto.

El pecado me hiere en mi orgullo y al mismo tiempo me aísla del amor de los que me rodean. Pienso que ya no me merezco nada.

Porque sigo creyendo que el amor se gana, se debe. Y si lo hago mal ya nadie me lo deberá. Esta visión tan equivocada del amor me lleva a la soledad y es cuna de nuevos pecados.

Aislado, sin ayuda, no puedo salir del barro del pecado por mis propias fuerzas. Necesito la mano de Cristo que me salve y me eleve por encima de mi miseria. Decía el padre José Kentenich:

“Lo que la gracia de Dios regaló a la naturaleza y a la comunidad en el estado anterior al pecado original, es ahora una permanente tarea en la nueva redención, en la redención a través de Cristo, que nos devuelve la vida divina y la posibilidad de entrar en contacto con Dios”.

Jesús me devuelve la vida divina y me hace tocar el amor de Dios. La misericordia en la confesión es el mayor regalo que me hace Jesús. El perdón por todas mis faltas y pecados, sin condiciones.

Soy un pecador amado. Me perdonan. Caigo y me levanto.




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