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¿De dónde viene nuestra luz interior?

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PHOTOCREO Michal Bednarek|Shutterstock

Carlos Padilla Esteban - publicado el 09/02/20

Necesito una luz más fuerte que me haga creer en lo imposible y me permita ver a Dios detrás del amor humano.

Llevo una luz escondida en mi corazón. Un tesoro que brilla y se muestra ante los ojos de los hombres. Un cielo despejado. Un sol sin nubes. Una noche de luna llena.

Llevo una sonrisa muy dentro que despeja todas las oscuridades. Una esperanza guardada que es luz para el que no logra ver nada. Hoy me lo pide Jesús. Quiere que sea luz en medio de la noche:

“Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en vosotros, a fin de que ellos vean vuestras buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo”.

Hay personas que brillan con su sola presencia. Están y todo parece más fácil, más bello, más alegre. Una persona decía: “He conocido a alguien que sana en lugar de doler.

Estas personas tienen luz. Sus ojos brillan, y sus palabras dan alegría. Sonríen estando turbados e iluminan cuando para ellos hay más oscuridad que claridad en sus días.

Tienen algo, no sé, una luz especial que cambia el mundo a su alrededor. Me conmueve. No tienen que hacer nada, sólo ser ellos mismos. Hoy escucho:

“Si eliminas de ti todos los yugos, el gesto amenazador y la palabra maligna; si ofreces tu pan al hambriento y sacias al que vive en la penuria, tu luz se alzará en las tinieblas y tu oscuridad será como el mediodía”.

Si alejo de mí la amenaza, las palabras hirientes, los gestos agresivos. Si alejo de mí las sombras y dejo que mi corazón ilumine mi entorno. Entonces sí, seré luz.

La llevo dentro. No me la dan desde fuera. Está en mi corazón si dejo que se vea, si dejo que surjan los rayos que todo lo iluminan.

Debe ser un milagro. Quiero dejar que la luz de Dios brille en mi interior. Pero las sombras me oprimen. Y yo trato de apagar la oscuridad a base de esfuerzo: 

“Este lado oscuro reprimido también es parte nuestra y pretende volver a la conciencia. Como es desagradable, volvemos a desplazarlo con toda energía. Lo hacemos de diferentes maneras. Nos distraemos para que no nos moleste. Cuando vuelve para imponerse con mayor contundencia nos defendemos con mayor vehemencia. Algunos se sobrecargan tanto de actividades apostólicas que dejan de sentir los aspectos sombríos dentro de sí”[1].

Hay oscuridades reprimidas que vuelven a estallar con fuerza cuando me bajan las defensas, cuando estoy agotado en mis fuerzas, cuando me dejo llevar por el pecado.

Esa oscuridad se hace fuerte en mí y me llena de sentimientos de amargura. ¡Qué fácil me dejo llevar por las sombras, por el lado oscuro que hay en mi alma!




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Surge el miedo y en lugar de dejar que entre la luz cierro las puertas a su claridad. Me guardo temeroso y se hace más fuerte en mí la noche. El lado oscuro se vuelve poderoso.

Y no puedo vencerlo sólo con mis fuerzas limitadas. No logro encender una luz que lo rompa todo. Sé que una sola cerilla puede acabar con la noche en mi alma. El brillo de una sola cerilla que lucha contra el viento que pretende apagarla.

Mi lado oscuro se alimenta de malos pensamientos, pesimismos, desilusiones, desengaños, desesperanza, miedos.

Ese lado oscuro me hace creer que la mentira es verdad, y que los demás no desean mi bien. Me hace percibir engaños que no existen y siembra una desconfianza que me aleja de los hombres. Veo envidias que no existen y malinterpreto gestos de cariño. Me dejo llevar por ese lado oscuro.

A veces quiero luchar contra él. Me esfuerzo y pongo toda mi voluntad para reprimir la noche en mi alma. Pero no lo logro.

La luz que necesito es mía y no lo es al mismo tiempo. Por un lado, es mía porque Dios la ha sembrado en mí desde que me dio la vida.

Pero al mismo tiempo esa luz necesita de una luz más poderosa para seguir dando brillo después de las caídas y decepciones de la vida.

El fuego junto al fuego permanece encendido. Necesito una luz más fuerte que me haga creer en lo imposible y me permita ver a Dios detrás del amor humano.

Una luz que encienda mi propia luz. Una luz que disipe las sombras de mi alma, mi lado oscuro. Una luz que me haga verme como soy, verme bello.

Dar luz, tener luz, no es fruto de mi esfuerzo. Yo sólo tengo que cambiar mi forma de mirar y ver la vida. Leía el otro día:

“A Dios no debemos atraerlo o alcanzarlo. No tenemos que esforzarnos por lograr que venga a nosotros. Ya está aquí, pero no nos percatamos de ello. No necesitamos mostrar mayor rendimiento, sino volvernos más receptivos. No nos hace falta una nueva emisora, sino una antena para poder reaccionar frente a las ondas cortas apenas detectables”[2].

Quiero aprender a percibir su presencia silenciosa y oculta. Es la luz que se hace presente con infinito respeto. Yo la puedo acoger con el corazón agradecido. O puedo huir de ella entre ruidos y tentaciones.

Yo no tengo luz si me alejo de la luz. Cuando me adentro en el lado oscuro de mi pecado, de mi orgullo, de mi vanidad, de mi miedo, dejo de necesitar esa luz de lo alto. El ruido no me deja percibir su voz, su amor, su luz.

Aprender a vivir en la luz está en relación con mi capacidad para vivir en silencio cerca de Dios. Es lo que más deseo. Su luz me da luz. Y la oscuridad de mi pecado me aleja de Dios.

Hoy le pido a Jesús que me ayude a poner mi luz en lo alto del candelero para que ilumine a muchos. No necesito luz sólo para mí. Quiero que mi luz se esparza en este mundo oscuro y lo llene de vida y esperanza.

[1] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52

[2] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52

Tags:
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