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Lo que necesitas para “cumplir” con ilusión

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InesBazdar|Shutterstock

Carlos Padilla Esteban - publicado el 14/01/20

Un nuevo año con muchos compromisos y responsabilidades, ¿cómo vivirlo como un tiempo sagrado?

Comienza un nuevo año lleno de desafíos. Un año con tantos propósitos por delante. Tantas cosas por cambiar. Tantas otras por mantener. Quiero ser mejor. Quiero seguir siendo el mismo, auténtico, fiel a mi verdad.

Comienzo un nuevo año lleno de esperanza. Mientras entierro callado las últimas horas del pasado. ¿Volverá a tener flores el jardín de mi alma? ¿O morirán las que ahora florecen al llegar el frío?

¿Despertarán los sueños dormidos? ¿Se mantendrán vivos los recuerdos guardados? ¿O son sólo recuerdos que se olvidan y se pierden desfigurados en algún lugar del alma?

Lo he aprendido a base de golpes, por más que lo quiera intentar el corazón no olvida. Y la tierra que es muy sabia, siempre guarda la semilla, la raíz, el agua, la vida. Lo guarda todo en lo más hondo, en cavernas recónditas.

Por eso me gusta la tierra. Y también amo el mar. La tierra me da estabilidad. El mar me muestra un infinito que no alcanzo. Lo miro desde la arena de mi playa.

No tiemblo ante lo desconocido. No tengo derecho a temblar ante lo nuevo que aún no me pertenece. ¿Soy dueño de algo? Nada es mío. Estoy de paso.




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Aun así, me empeño en abrazar el presente conmovido, como un niño reteniendo su juguete. Siempre he tenido corazón de niño.

Sé que he soñado, he vivido y he amado más de lo que nunca pensé que pudiera hacerlo mi corazón inquieto. Eso aumenta la sonrisa de mi rostro. Profundiza mi nostalgia y mi deseo. Y me hace extender los brazos a Dios agradecido. Porque me ha dado tanto.

En medio de los vientos he tejido esperanzas junto a un reloj de arena, o de pared, o de bolsillo. He soñado orillas nuevas. Tengo claro que la vida se balancea trémulamente entre un ahora sí y un quizás suceda. Todo parece tan inseguro ante mis ojos de hombre que pretende controlar la vida.

Miro los días de invierno que son tan cortos, con sus noches tan largas. ¡Qué pronto se pone el sol ante mis ojos! He aprendido a hacerme amigo de la soledad que golpea el alma, hiriéndola a veces.

Ya no tengo miedo a la oscuridad, no necesito encender una vela para conciliar el sueño. O tal vez sí me asusta el hecho de desconocer el contenido de la siguiente escena, del capítulo que comienza.

Vivo tranquilo entre el ayer y el mañana, en ese segundo lánguido llamado presente. Sé que tan sólo es un momento fugaz de desconcierto que se escapa ante mis ojos.

Y yo decido cómo vivir el ahora, el presente. Me la juego. Opto, doy un paso, me quedo quieto. Lo hago todo con miedo o más tranquilo. Con angustia o con la paz de los niños que no entienden muy bien el sentido del tiempo ni conciben cuánto falta, o cuándo sucedió lo que recuerdan.

Yo guardo en mis alforjas lo aprendido. No tanto para no olvidarlo, porque el corazón no olvida. Sino para sacar de vez en cuando la sabiduría que he guardado dentro del alma. Como ese viejo sabio que no quiere vivir improvisando cada día.

Quiero aprender a vivir la vida desde la vida misma, no desde mis teorías, tengo ya algunas. No sé bien cómo se hace, pero lo intento.

Dejando de lado los prejuicios, esas frases que me hacen daño, como “siempre se hizo así”, o “a mí siempre me resulta hacerlo de esta manera”.


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Fuera los prejuicios y las formas de siempre. Deseo empezar de nuevo. Aprender cosas nuevas. Ensanchar el alma. Algo se me ha quedado día tras día pegado en la piel pasado el tiempo.

No voy a desperdiciar ni un segundo en este nuevo año. Sé que todo es tan banal en medio de mis días y puedo vivir de forma superficial lo que es importante.

Mi vida es sagrada porque no me pertenece. Sólo sé que me pongo de nuevo manos a la obra. En manos de Jesús, de María.

Un año nuevo, virgen. Una vida nueva, abierta. Una nueva oportunidad para ser yo mismo y ser mejor persona. ¿Y si no gusto a muchos? No importa tanto. Creo yo. Al fin y al cabo, seguro que a Dios le gusto.

Ha creado mis manos, ha insuflado mi voz. Y ha despertado sueños imposibles en mi alma. Su amor incondicional consuela mi inseguridad de niño con un abrazo.

Y sonrío mirando al frente para no perderme un solo detalle. Sin temer la burla, o el desprecio, o el olvido. Valgo más de lo que pensaba. Eso me ha dicho Dios al oído. Lo llevo guardado muy dentro como una certeza.




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