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Bautismo: Un agua que calma y limpia

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Yoann Boyer/Unsplash | CC0

Carlos Padilla Esteban - publicado el 12/01/20

Hacen falta personas con las aguas de su alma en calma, aguas tranquilas en puertos seguros

Tengo que renovar mi bautismo una y otra vez para que pueda reinar Dios en mi alma. Necesito el agua y el fuego para ponerme en camino. Que me unjan con aceite sagrado y me indiquen a quién pertenezco. Soy hijo de Dios.

Necesito que me laven de nuevo porque sigo sucio. Acepto ser bautizado para volver a empezar. Juan tuvo que bautizar a Jesús, aunque era él quien más lo necesitaba: 

“En aquel tiempo, vino Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara. Pero Juan intentaba disuadirlo diciéndole: – Soy yo el que necesito que Tú me bautices, ¿y Tú acudes a mí? Jesús le contestó: – Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia. Entonces Juan se lo permitió”.

Yo como Juan me siento indigno. Veo que no logro estar a la altura de lo que sueño. Y miro más allá de mis vértigos, de mis miedos. Sueño con un agua que cambie mi alma por dentro. ¿Existen los milagros? Sí, existen cuando dejo que Dios cale en mí. Me dejo bautizar.

Pienso en las aguas del Jordán. Uno se descalza y se adentra en sus aguas. No son aguas trasparentes. ¿Qué sentido tiene? ¿Qué poder tienen ahora esas aguas? En esas aguas fue bautizado Jesús. Y el contacto con Él santificó el agua para siempre.

Me adentro feliz en las aguas. Me dejo bautizar de nuevo. Renuevo mi alma. Dejo que Jesús me toque por dentro, me sane. El agua limpia. Quiero bañarme en las aguas para quedar limpio.

Miro mi suciedad interior. No hay paz dentro de mí. No son mis pensamientos puros. Deseo una pureza que no tengo. Una trasparencia que me es esquiva.

Mirar con pureza. Ser trasparente en todo lo que hago. No lo consigo. Se enturbia mi mirada. Y dejo de ver lo bueno, lo bello, lo puro en los demás.

Veo lo que hay en mi propio corazón. Veo y juzgo desde mi pecado. Mi mirada que no está limpia. Ve las impurezas en los demás. Interpreta, juzga, cuestiona. Comenta el padre José Kentenich:

“Francisco da una y otra vez el consejo: ¡créete amado, siéntete amado, sábete amado! La pieza maestra es la conciencia de que es Dios quien poda, el Padre quien limpia”.

El agua de Dios limpia mi mirada, mi corazón, mi conciencia. Limpia mi alma para que viva con paz. Decía san Juan de la Cruz:

El alma que anda en amor, ni cansa, ni se cansa”.

El alma limpia. El pecado ensucia el fondo de mi ser. Mi amor deja de ser tan puro. Mi mirada cambia. El pecado me hace entrar en un círculo enfermizo.

La confesión me permite volver al comienzo. Lava mi alma. Me deja volver a empezar. Siempre de nuevo. Un nuevo paso hacia dentro, hacia los hombres. Me libera de mis egoísmos y orgullos. Me siento de nuevo niño, hijo.

Eso es lo que me salva, saberme amado, sentirme amado en lo profundo. Es el agua que se derrama por mi ser. El agua como una cascada. Quiero recibir el amor de Dios como un agua nueva.

Guardo silencio en este día del bautismo. Es una invitación a adentrarme en lo más hondo de mi ser. Hacen falta hombres renovados por el agua del bautismo que sean Jesús en medio de los hombres. Ese Jesús al que poder señalar como aquel que me cambia la vida y me salva. El Padre Jerome afirma:

“Hacen mucho bien quienes, con el peso de su silencio, actúan de diques y rompeolas, frenando todo alboroto procedente de fuera o de dentro. Gracias a ellos las aguas se mantienen siempre en calma. No se rompen las amarras de las barcas ni chocan sus cascos”.

Hacen falta personas con las aguas de su alma en calma. Aguas tranquilas en puertos seguros. Aguas en las que la barca no se sienta alterada por las olas.

El agua de mi bautismo me vuelve hoy hijo confiado. Me convierte en agua limpia. Renueva mi deseo de entrega. Me lleva a besar con fuerza y alegría mi misión de vida. Me convierto en un puerto en el que muchos puedan y quieran descansar.

El agua de mi corazón se calma y mi mirada ve la vida de forma diferente. Aprende a ver lo bueno, a rescatar lo valioso de la vida.

El agua penetra como un surtidor en mi corazón. Sacia mi sed y me permite saciar la sed de tantos. No es violento el oleaje. Como me recuerda el padre Joaquín Allende:

“Muro de hielo, torrente de montaña, bajando desbocado, sin remanso ni playas. Así era mi alma, antes de que tú llegaras, antes de tu vida sosteniendo la mía, antes de tu barca tomando posesión de mi historia. Desde cuando acepté que me alzaras como un río en el hueco de tu mano para hacerme el alma navegable con la temperatura de tu paz”.

Quiero tener agua navegable en mi corazón. Para que no choquen con mi violencia, con mi dureza.

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