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¿Debo sonreír forzosamente?

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Di Aleshyn_Andrei - Shutterstock

Carlos Padilla Esteban - publicado el 05/12/19

Alabar a Dios por todo lo que tienes, sin echarle en cara lo que te falta, aleja la amargura y da paz

Creo que yo tengo un toque de melancolía pesimista. No lo sé, herencia de genes andaluces quizás. Y en momentos difíciles y de dudas me vuelvo inseguro y dudo que todo salga bien. Veo que aflora esa inmadurez pesimista que me hace ver el vaso medio vacío y la vida medio rota. Y entonces tienen eco en mí las palabras que decía la protagonista de una película:

No me gusta la gente optimista. Me parece un error el optimismo. El optimismo es una manera de negar la realidad. Los que sonríen siempre. El agradecimiento excesivo. Desconfío. La queja no me molesta. Me encanta la gente que se queja. Abajo el optimismo, viva la queja”.

Y me veo quejándome. Resaltando lo que está mal de forma exagerada. Me fijo sólo en lo que falta o en lo que sobra. Es como si salieran de mis labios críticas funestas en cascada.


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Claro que podría estar todo mejor. Eso lo sé. Pero me molesta la alegría exagerada, o la sonrisa permanente. O la obligación de estar alegre cuando tengo motivos suficientes para estar triste o amargado en ese momento.

No existe la felicidad por decreto. Ni siquiera por hacer que el vecino esté más alegre gracias a mi sonrisa. Me incomodan esos discursos triunfalistas y la mirada que intenta sacar lo positivo de las grandes pérdidas.

¿Es tan mala la queja cuando hay razones suficientes para quejarse?

Es cierto, que cuando la queja es desmedida sí que mata mi ánimo. Y acaba tanta desazón con mi esperanza. Pero de vez en cuando es sano quejarse o decir lo que siento.


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O responder cuando me preguntan: ¿Qué tal estás? Y decir que mal, que no es mi día, que no estoy alegre. E incluso no encontrar un motivo para mi desagrado o desgana. Simplemente es así, tengo derecho a tener un mal día o un mal tiempo.

Es por eso por lo que no me gustan los que sonríen siempre, incluso sin motivo, como si obedecieran una orden de arriba.

Me incomodan los que te consuelan en la pérdida hablándote del cielo del que gozan tus muertos. Los que te dicen en la derrota que habrá más oportunidades si sigues luchando. Los que te exigen que te alegres y dejes de quejarte. Esas peticiones son infructuosas.

Yo sé cuál es el camino. Que me lo recuerden no me consuela. Prefiero que me dejen quejarme a gusto, cuando toque, ya se me pasará. Que no interrumpan mis palabras pesimistas, que me dejen hacer el duelo con calma.

Es parte de la vida. Estar triste y llorar forman parte del camino. Hay noches y días, luces y sombras, tormentas y días de sol. Pérdidas y encuentros.




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Pero al mismo tiempo sé que permanecer estancado en la queja me mata. Hoy me dan esperanza las palabras de Albert Espinosa, quien sufrió un cáncer muy duro durante muchos años de su infancia y juventud: 

“No existe la felicidad, pero existe ser feliz cada día. Si haces el duelo suficiente toda pérdida se convierte en una ganancia”.

Es verdad. Esa mirada positiva sobre la vida acaba por ensanchar el alma. En medio de mi vida mediocre y gris puede salir el sol de repente difuminando las tinieblas.

En medio de la desgracia que ahora abrazo con dolor, puedo encontrar algo bueno que calme la herida del alma. Y puedo entonces decir con las palabras de la Biblia:

“Vamos alegres a la casa del Señor. ¡Qué alegría cuando me dijeron: – Vamos a la casa del Señor! Ya están pisando nuestros pies, tus umbrales, Jerusalén. Para alabar el nombre del Señor”.

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pixabay

Después de haber sufrido, la alegría siempre es más plena, no sé cómo explicarlo. Después de correr y luchar, sé que llegar a la meta sabe a gloria. Después de haber llorado la sonrisa tiene más hondura.

Por eso le pido a Dios un milagro en medio de mis días. Quiero alabar su nombre en todo momento, también en medio de la tribulación.

En esos momentos sé que alabar a Dios por todo lo que tengo, sin echarle en cara lo que me falta, aleja de mí la amargura. Y me hace acariciar una paz honda que desconocía.




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Y así puedo construir un mundo mejor desde los cimientos de mis dolores y angustias. Pienso entonces en la luz que vence la oscuridad de la noche.

“La noche está avanzada y se acerca el día. Desechemos, pues, las obras de las tinieblas y revistámonos con las armas de la luz”.

Y me revisto de la luz del nuevo día. Dejo las obras de la noche, de las tinieblas, de la oscuridad. Quiero que en mi vida entre la luz de Dios y llene el alma. Y brote entonces una sonrisa verdadera.

No la mueca permanente que no es sincera. Una sonrisa más mía, más de verdad. De esa forma lograré ser luz para muchos en lugar de sembrar oscuridades.




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Quiero reconocer mis emociones. Aceptar mis estados de ánimo. No pretendo conformarme con sentir lo que siento en cada momento.

Puedo cambiar mi ánimo. Puedo sonreír. Puedo estar mejor. Puedo dejar de lado la tristeza de la noche. Puedo embriagarme del sol de la mañana.

Me da esperanza saber que Jesús ya ha vencido en mi vida. Ha resucitado en mis muertes. Ha llenado de esperanza mis días oscuros. Ha teñido de sol la angustia de mis peores momentos.

Me quejo, sin miedo. Porque Jesús lo que quiere es que le diga lo que siento, lo que pienso, lo que sufro. No quiere que finja ante Él, de nada sirve. Pero tampoco quiere Él que permanezca hundido en mis miserias. Me levanta. Me sostiene. Me salva y llena de luz.

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