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Con todas mis fuerzas no logro la santidad, ¿cómo entonces?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 01/11/19

Él puede cambiar mi corazón enfermo, puede vaciarme de tantas pretensiones y llenarme de su paz

El camino de la santidad se dibuja siempre ante mis ojos como un anhelo, como un deseo profundo. Miro a los santos de la Iglesia y veo en ellos perfecciones y honduras de las que carezco. Y pienso que es imposible para mí, tal vez sí para otros.

¿Podré asemejarme yo a alguno de ellos? ¿Podría llegar a vivir su magnanimidad, su forma de entender las adversidades del camino? ¿Podría llegar yo a tener esa intimidad con Jesús que ellos tenían?

A veces me queda grande el vestido de los santos. Inmenso, desproporcionado al ver mis cortas medidas. No puedo llegar tan alto, tan lejos, tan hondo.

Tal vez por eso me interpelan las palabras de santa Teresita quien se sentía tan pequeña en el seguimiento a Jesús: 

“Siempre he deseado ser santa, pero ¡ay! siempre he constatado, cuando me he comparado a los santos, que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña cuya cima se pierde en las alturas y el oscuro granito de arena pisoteado por los caminantes. En vez de desalentarme, me dije: Dios no podría inspirar deseos irrealizables, por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad. Agrandarme, es imposible. Debo soportarme tal como soy, con todas mis imperfecciones; quiero buscar el medio de ir al cielo por un camino muy derecho, muy corto, un caminito nuevo. Vivimos en un siglo de inventos. Ahora ya no se necesita subir los peldaños de una escalera; un ascensor los reemplaza ventajosamente en la casa de los ricos. También yo quisiera encontrar un ascensor para elevarme hasta Jesús, porque soy demasiado pequeña para subir la ruda escalera de la perfección”.

Y es que he leído con demasiada frecuencia que la santidad está unida con la perfección. Una vida sin tacha, sin errores, sin caídas, sin pecados.

¿Es posible no pecar? No lo creo. Conozco almas muy puras. Y otras muy grandes. Corazones inmensos que renuncian por amor a lo que aman.

Sé de vidas generosas que no ponen nunca excusas al entregarse. Vidas que sufren la enfermedad, la ausencia y la carencia con esperanza y no pierden nunca la sonrisa. Y lo que es más grande, hacen que la vida de los demás sea más alegre y feliz.

Y aun así, todas ellas pecan. Menos que yo, seguro. Pero pecan. ¿Llegaré yo a la altura que veo en ellos? Creo que ni en ascensor será posible llegar.

La santidad me parece llena de virtud y gratuidad. No soy santo a base de esfuerzos y logros. Creo más bien en ese camino que me marcó María al pronunciar con humildad, de rodillas, su Fiat, su hágase.

Que se haga en mí lo que Dios desea. Jesús ha pensado un camino de plenitud para mí.

Yo tengo una tentación. Quiero hacer la vida a la medida de mis deseos. Quiero que mis planes se hagan realidad. Me frustro, me indigno y me alejo de Dios cuando no es así.

El día de todos lo santos la Iglesia recuerda a los que gozan ya de la plenitud del cielo. No es necesario que hayan sido canonizados.

Recuerdo ese día a los que ya están en el cielo y han tocado la meta. Forman parte de una Iglesia triunfante. Y yo mientras tanto busco llegar a ese cielo soñado. Pero antes necesito llenar cada día de vida.

No importa los días de vida que tenga por delante. Me parecen largos en ocasiones. Cuando no soy feliz. Cuando he buscado mi felicidad en lugares equivocados. Cuando me he hecho esclavo del mundo, de las pasiones. Cuando me he encerrado en mí mismo pretendiendo ser feliz.

Me he quedado solo cuando lo único que deseaba era ser amado por todos, siempre y de forma incondicional. Mi pretensión obsesiva de que me quieran me ha vuelto agresivo desde mi herida. Surge la violencia de mi corazón.

Me había prometido Dios una vida feliz sin sufrimiento. Y mi dolor e infelicidad dejan sin valor a Dios ante mis ojos. No le perdono. No le amo. No le necesito.

Yo puedo ser feliz sin Dios, sin los hombres, sin nadie que me ayude. Es la condena en la que me encierro. No soy capaz de obedecer a Dios que lo que desea es que lleve una vida feliz. No me entiendo con Él.

No parece escuchar mi corazón. No me ama. Porque sufro. Y si me amara mi vida sería distinta. Vivo encerrado en un círculo vicioso.

Yo quería ser santo. Para ser feliz. Para ser de Dios. El camino no es el que he seguido. Quiero mirar a Jesús y pedirle que me suba hasta su corazón herido. Quiero suplicarle que me abrace y haga dulces los pasos que ahora doy.

Él puede cambiar mi corazón enfermo. Él puede vaciarme de tantas pretensiones y llenarme de su paz. Le miro conmovido. Quiero que me tome en sus manos y me eleve. Quiero ser santo. Reflejo de su presencia. Luz para los pasos de otros.

Hago mías las palabras que me decía una persona en su enfermedad: “Yo no sé si voy a vivir o a morir. Eso no lo sé. Pero quiero en el camino hacer felices a los que me rodean”.

¿Será ese el camino de santidad que Dios me propone? Tal vez no estoy donde quería estar. O no vivo la vida que había soñado. O mi trabajo no es el que esperaba.

No me encuentro en paz con mi cuerpo, con mis límites. No me aman tanto como deseaba. No tengo excusas. Dios quiere que siga caminando con una sonrisa allí donde me encuentro, haciendo la vida fácil y feliz a los que estén conmigo.

Cuanto más dé, más de Dios será mi alma. Eso lo sé. Lo he vivido.

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