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El secreto para llevar la enfermedad (y la vida) con alegría

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 16/10/19

Cuando todo lo que amo me conduce al cielo, es más fácil vivir, enfermarme o morir

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Me cuesta tanto mirar a la cara la enfermedad… Esa enfermedad del cuerpo que no comprendo ni acepto. El dolor, el no controlar lo que puedo hacer y no hacer. La impaciencia ante los procesos lentos. El diagnóstico que no deseo. El deterioro que no acepto. La pérdida de facultades. ¿Por qué Dios permite que mi cuerpo enferme? No lo entiendo.

No quiero la enfermedad, no quiero el dolor, no quiero la angustia que provoca en mí la posibilidad de la muerte. Sin duda fui creado para el cielo, para la vida, no lo olvido.

Comenta el Dr. Rogério Brandao hablando de una niña de once años enferma de cáncer y su forma de entender la vida. Le preguntó:

«¿Y qué es la muerte para ti?».

Y ella en su ingenuidad le contestó:

«Cuando la gente es pequeña, a veces nos vamos a dormir a la cama de nuestro padre. Y al día siguiente nos despertamos en nuestra propia cama, ¿A que sí? Esto mismo es. Un día yo me dormiré y mi Padre vendrá a buscarme. Me despertaré en la casa de Él. ¡En mi verdadera vida! Y mi madre, me recordará con nostalgia. La nostalgia es el amor que permanece».


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Me conmueven sus palabras de niña. ¡Cuánta verdad en ellas! Pero vuelve a mi corazón la pregunta: ¿Qué sentido tiene la enfermedad?

Sólo deseo salud. El control de mi cuerpo y de mi vida. Sin lugar a duda no cualquiera puede cargar ciertas enfermedades del cuerpo. No cualquiera está preparado para vivir santamente el viacrucis del sufrimiento. Lo sé, porque lo he visto.

Algunos lo viven santamente, como esa niña que se aproxima al cielo. Otros lo viven en constante rebeldía y negación, llenos de rabia y rencor.




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Cuando me encuentro cerca del que lo vive en Dios se me pega algo a la piel, como una luz oculta, o un olor extraño. Es como si mi propia vida fuera mejor al tocar las llagas enfermas, al acariciar el dolor hondo dentro del alma, al contemplar una mirada llena de luz en medio de miedos y sombras. Es como si un ángel me hablara en la tierra y yo tuviera que sonreír conteniendo mis lágrimas.

Todo depende de mi actitud ante la vida y ante la muerte, ante la tierra y el cielo. Cuando todo lo que amo me conduce al cielo, es más fácil vivir, enfermarme o morir.




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El anhelo del cielo me hace más libre, más de Dios. Tiene más sentido entonces ese aparente sinsentido de la enfermedad. Aunque siga sin entender nada.

Y la sonrisa se me pega en los labios cubierto mi rostro de lágrimas. En ese momento me parece dulce la enfermedad. Algo así como un bálsamo antes del cielo. Sigo sin comprenderlo, tengo que decirlo. Pero hay personas que con su vida me enseñan el valor de mi vida.

No tengo derecho a quejarme por nada. Y no puedo vivir exigiéndole al mundo lo que no puede darme. Tengo al menos el día de hoy por delante. Unas horas. Más no lo sé. Nadie me lo asegura.

Mientras me rebelo contra la enfermedad descubro que el secreto está en saber vivir la vida, sano o enfermo. En saber enfrentar las cruces con una sonrisa. Abrazando el presente como el mayor don, agradecido.

Y cuando el cuerpo no me responda. Y no sepa bien cómo voy a enfrentar el dolor, en esos momentos recordaré que he nacido para el cielo.


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Y sabré que la vida es lo que hoy toco. Sin quejas, sin pretensiones, sin exigencias. Sin obsesionarme con lo que no poseo porque es frágil y muere.

Es tan débil mi piel enferma, mi piel llena de lepra que un día dejará de estar sana… Me enseña esa mirada de algunos enfermos una nueva manera de vivir.

Ellos están naciendo a la vida eterna con una sonrisa, sin ruidos. Con la paz en el alma. Y ante ellos hago lo que el otro día leía:

«Ante un enfermo que sufre no hace falta hablar. Hay que compadecerse silenciosamente, amar y rezar, con la certeza de que el único lenguaje que conviene al amor es la oración y el silencio».

Acojo en silencio al que sufre. Lo abrazo con ternura. Velo su dolor. Acaricio sus llagas. Y sé que en ese encuentro va a cambiar mi vida. Abrazando al enfermo del alma y del cuerpo. Abrazándolo con fe cambiaré yo mismo.


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Hay tantos enfermos del alma que buscan en mí consuelo. Ante ellos callo y espero. Abrazo y sostengo. Como Francisco ese día en que abrazó a un leproso y Dios le habló en ese abrazo:

«Ninguna voz desde las alturas, ni del cielo ni del púlpito, trae la respuesta a su búsqueda de sentido. En contacto con los marginales y con un secreto profundo, Francisco recupera la alegría de vivir perdida y sigue avanzando a tientas. En el repentino encuentro con un leproso, se produce una primera manifestación».




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Me detengo ante el que sufre. Quiero sanar sus heridas. O al menos tocarlas para que me den vida. Para que me den fe y fuerza para seguir luchando, cada día.

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