El estreno de la última entrega de la saga Rambo nos devuelve a la actualidad un personaje convertido en un estereotipo hijo del complicado momento que lo vio nacer, pero con un código ético y moral, aunque sea contradictorio y hasta dañino
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John Rambo nació en 1982, con la película Acorralado. Porque Rambo (sin John), nació diez años antes, con la novela de David Morrell en la que se basa el film. Sin embargo, además del nombre de pila, hay algunas y significativas diferencias entre la novela y la película. 1982 era sintomáticamente distinto a 1972. El mundo continuaba sumido en la Guerra Fría y el escozor por la guerra de Vietnam todavía andaba condicionando la sociedad y el cine de Estados Unidos.
Eran frecuentes las películas que nos llevaban de vuelta a Vietnam para recordarnos que los americanos fueron realmente los buenos de aquel conflicto y que a pesar de haber perdido la guerra, habían ganado las batallas como dijo Clint Eastwood en El sargento de hierro.
En gran medida Acorralado desató la caja de los truenos, aunque la verdadera traca vino con Rambo. Acorralado Parte 2. Ambas películas pusieron en evidencia que Vietnam interesaba y que la gente iba al cine a ver películas que reescribieran la guerra del país asiático. Rambo provocó películas como Bat 21(1988), Zona de guerra. El parque (1988), Air America (1990), El vuelo del Intruder (1991) o Desaparecido en combate (1984).
De hecho, Desaparecido en combate, una inefable producción de Cannon Films (una productora especializada en hacer películas malas de bajo presupuesto) fue un caso particularmente curioso. Se estrenó un año antes que Rambo II pero no se comenzó a ejecutar hasta que empezaron a filtrarse detalles de la secuela de Silvester Stallone. Más que nada porque la primera es un calco de la segunda. Así, como suena.
El caso es que Rambo II fue la película que verdaderamente definió el icono que actualmente conocemos cuando nos referimos al personaje. Mejor o peor película, fue a meter el dedo en la llaga, allí donde hacía daño, en el avispero que todavía era Vietnam en 1984. En plena era Reagan la película fue vilipendiada por la crítica, recibió varios premios Razzie (los anti Oscar) pero fue un éxito de taquilla.
De hecho, Rambo II era una exageración de Acorralado. Un hombre solitario que no quiere abandonar la guerra pero que se ve irremediablemente arrastrado a ella.
Rambo III, continuó con esta tónica, y situó a John Rambo en otro de los conflictos armados enquistados en la historia reciente de Estados Unidos, Afganistán. Un país en el que estuvo guerreando en secreto en la década de los 80 y en el que a día de hoy todavía hay unos 12.000 soldados norteamericanos.
Pero después, se hizo el silencio. Rambo III hizo buenos números, puestas en orden, es la segunda película más taquillera de la saga, pero alguien debió entender que “el momento Rambo” había pasado. Un tipo tan brusco no tenía espacio en la década de los 90. Las cosas habían cambiado.
Porque de haber continuado, lo lógico es que Rambo hubiera ido a Irak, a Somalia o a Corea del Norte pero todo queda tan cerca y tan doloroso, que mejor dejar al personaje en el terreno de lo prototípico. Al fin y al cabo se había convertido en un icono y como tal, todo es simbólico y alejado de la realidad.
Pero es que además, ¿qué pinta Rambo en 2019? Como hemos visto este es un personaje hijo de un momento político y social muy concreto. Sin embargo, es curioso que el personaje naciera cuando un mediático actor ocupaba la Casa Blanca (Ronald Reagan) y que haya cerrado el círculo cuando un mediático multimillonario ocupa el despacho oval (Donald Trump).
Es decir, ¿puede que tenga algo que ver el hecho de que Rambo esté ahí justo cuando los líderes americanos son más “caricaturizables”? Quiero decir. No sé si a grandes rasgos Reagan fue un gran presidente, pero la sola idea de que un actor de Hollywood llegara a presidente dice mucho de Estados Unidos. Lo mismo se puede decir de Trump, un hombre espectáculo con miles de millones en el bolsillo que nadie en un sano juicio habría imaginado en la Casa Blanca, salvo en un episodio de Los Simpson.
Puede que Rambo sea una fractura en el sistema, una evidencia de que las cosas no van bien. Cuando un actor de Hollywood o un multimillonario llegan a la Casa Blanca es el momento de John Rambo. Mala cosa. Rambo quiso dejar las cosas claras en Vietnam (Rambo II) y en Afganistán (Rambo III) y después pasó de puntillas sobre Birmania (John Rambo).
Sin embargo, para esta última parece haberse fijado en los mexicanos. Algunos dicen que sería injusto atacar a Rambo. Last Blood porque los malos aquí sean los del país vecino pero sabiendo la afinidad que el personaje ha tenido con los presidentes republicanos, resulta inevitable preguntarse si tendrá algo que ver que en esta película de Rambo los mexicanos sean los malos y que Donald Trump quiera levantar un muro para que estos no entren en el país.
Pero sobre todo, llama a atención en este “último” Rambo (hablar de “último” en la saga Rambo es siempre un riesgo) que el detonante de toda la acción sea algo parecido a una familia, un sentimiento muy americano y muy conservador y algo que en el fondo el personaje siempre había buscado. Hasta la fecha Rambo había sido un vagabundo, un cuatrero, un error en el sistema que a su vez lo defendía para restablecerlo o para mantenerlo en pie. Ahora en cambio Rambo es un hombre en una familia, o algo parecido y es la familia lo que desencadena la guerra.
En realidad, Rambo. Last Blood es un nuevo ejemplo de una escala de valores equivocada y contradictoria. La violencia no puede ser la solución de nada. Tal vez por esto, los intentos infructuosos por apartarse y entregarse a la meditación fracasaron estrepitosamente. Seguramente porque Rambo no tenía nada que meditar. Su razón de ser es aniquilar al que tiene al lado y por esto allí donde lo ubiques, resultará polémico y hasta xenófobo (según el color de la piel del que tenga al lado) porque nada que no sea John Rambo puede cohabitar con John Rambo. Filosofía ramboniana.
Ramón Monedero